Los psicólogos suelen comentar que la madurez consiste en saber aplazar la gratificación, en gestionar la espera hasta que llegue la recompensa. Algo difícil en una sociedad cada día más enloquecidamente frenética. Y lo bien cierto es que la vida no deja de ser una espera. Como ya dijo un artista brillante como John Lennon, «la vida es lo que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes». Nunca hubiéramos imaginado que el mundo llegara a detenerse, como ha ocurrido con esta maldita pandemia, y de pronto la lentitud ha recuperado su sentido para abrir paso a una reflexión, individual y colectiva, sobre las cosas verdaderamente importantes. Siempre marcados por el pasado y obsesionados con el futuro se nos había olvidado que sólo existe el presente. En un original libro publicado hace un par de años, titulado «El tiempo regalado» (Libros del Asteroide), la escritora alemana Andrea Köhler subraya que, en unas sociedades cada vez más infantilizadas y ansiosas, «la gratificación inmediata termina por dejarnos insatisfechos». Al hilo del título de su ensayo, Köhler propone aprovechar las eternas esperas con ese tiempo regalado y de esa convicción nacería una cultura más reflexiva y profunda, alejada de la superficialidad, demagogia y mentiras de, por ejemplo, las redes sociales. En definitiva, la ensayista germana plantea recorrer la vida como una maratón y no como un sprint, algo que no pudo rectificar el beatle Lennon, asesinado a los 40 años.

Así pues, hemos comprobado que en estas semanas de confinamiento se han producido dos fenómenos muy curiosos en paralelo. Por supuesto ha aumentado extraordinariamente el consumo de juegos de Internet o de programas y series de televisión. Al mismo tiempo, mucha gente mantiene charlas más largas por teléfono con familiares o amigos tras años en los que se impuso ese moderno servicio de telegramas llamado whatsapp. De hecho, una gran emisora se anuncia estos días con el lema «el poder de la voz», o sea, de la palabra. Porque en medio de la desoladora cuarentena y de la hegemonía tecnológica descubrimos que aquello que mantiene vivo al género humano pasa, como siempre, por contar historias, en ocasiones de balcón a balcón. Y en esa narración de historias resulta indiferente el medio que se utilice y sirven tanto la transmisión oral de los abuelos a los nietos, o el teatro o el cine, o Youtube, o Instagram o cualquier invento que permita una narración. Habrá que volver a un clásico como «Las mil y una noches» para subrayar que la espera, el tiempo regalado, se puede convertir en una narración para salvar la vida, como ocurre con Sherezade. O con Penélope, otro famosísimo símbolo del tejer y destejer, donde la esposa acaba siendo la heroína auténtica de «La Odisea» y no su marido, el rey de Ítaca. En fin, no desesperemos en este confinamiento. Aprovechemos este tiempo regalado para contar historias, para escucharlas y leerlas, para conocer mejor a la gente que queremos, para regresar al espíritu de los grupos junto al fuego que dieron origen a los primeros humanos.