La expansión de la ya archiconocida COVID-19 nos obliga a vivir inmersos en una realidad sanitaria que planea sobre nuestras cabezas y que afecta absolutamente a todo lo que tiene que ver con nuestro quehacer diario. Las preocupaciones personales, las del ámbito profesional y todas nuestras relaciones sociales están afectadas por el virus, cuya incidencia física y emocional bloquea, en muchas ocasiones, nuestra capacidad de decisión. En este contexto, parece complicado analizar cómo será el día después del coronavirus porque, además, ni siquiera sabemos cuándo ni dónde está ese horizonte.

El mundo de antes vive en un paréntesis incierto. Ahora todo gira en torno a la pandemia. Nada es igual respecto a hace unas semanas y nada será igual dentro de un par de meses. Pero hay realidades que no admiten esperas ni interrupciones. Una enfermedad, por muy repentina y letal que llegue a ser, no anula a las demás. Las patologías vasculares, oncológicas, neurológicas, renales, pulmonares y cualquier otra de carácter crónico tienen que seguir tratándose. Esta es una realidad incuestionable, aunque tenga que convivir con una situación epidemiológica excepcional como la que tenemos en la actualidad.

La Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM), en su informe «Las cifras del cáncer en España. 2020», estima que los nuevos casos diagnosticados durante este año superarán los 277.000, lo que supone un incremento del 18'4 % respecto a 2015. Y estas cifras, aunque hoy se olvidan por la urgencia y el ruido, están vigentes cohabitando con el coronavirus. Ante el impacto de estos datos, cómo no mantener la misma diligencia y profesionalidad tanto en el diagnóstico precoz del cáncer como en el abordaje de la enfermedad diagnosticada.

Esta realidad está muy presente en el Instituto Valenciano de Oncología (IVO), donde tenemos claro que no podemos retroceder. Sin embargo, los pacientes que acuden al centro no son ajenos a los riegos de la pandemia que nos azota. En una situación de especial debilidad, se ven influidos por el miedo a lo desconocido. Una inquietud que les provoca desafección por las pruebas diagnósticas y los tratamientos en el ámbito oncológico (ya sea quirúrgico, médico o radioterápico) y que son imprescindibles para abordar con garantías una patología tan compleja. Los pacientes y sus familiares, abrumados por los golpes físicos y psicológicos del cáncer y el coronavirus, priorizan las medidas profilácticas contra la pandemia, en cierto modo influidos por la avalancha de informaciones que llenan los medios de comunicación y los canales y redes sociales.

El SARS-CoV-2, más allá de su fuerza vírica -que es muy importante y lamentablemente letal en los colectivos más vulnerables-, lleva consigo un elemento aún más devastador, que es la inseguridad ante lo desconocido. Sólo los avances científicos que se están produciendo y el análisis pormenorizado de las consecuencias que haya provocado podrán ayudar en el futuro. Y, sin embargo, de nuevo, la próxima pandemia que tenga que afrontar el mundo -que esperemos sea otra generación la que la tenga que encarar- tendrá que volver a apoyarse en decisiones racionales y sensatas, ya que probablemente el origen tendrá unas características diferentes al actual y, por tanto, las consecuencias serán otras. Lo que es innegable es que esta pandemia global modificará la forma de convivir y la precaución será nuestra compañera de viaje en múltiples situaciones de nuestra vida diaria.

Fruto de mi responsabilidad en el IVO, soy consciente de las exigencias que conlleva, en el ámbito público y privado, la toma de decisiones adecuadas ante un enemigo desconocido. Desde esta perspectiva, es muy destacable el importante esfuerzo que están realizando todos los profesionales sanitarios que atienden a los pacientes, afrontan los imprevistos, cubren las bajas de los compañeros y se convierten en la primera línea de la lucha contra el virus. Y, al mismo tiempo, se debe poner en valor la relevancia de una gestión eficaz, que consiga canalizar en la dirección apropiada los esfuerzos de un colectivo tan implicado. Los hospitales son centros seguros, bien preparados, y el personal que allí desarrolla su actividad profesional establece los canales adecuados para detener el avance de la nueva enfermedad vírica.

Ante la natural pregunta que todos nos hacemos de cuál es la decisión correcta, es necesario anticipar que nadie tiene una varita mágica que le asegure adoptar siempre las mejores iniciativas. Y, en segundo lugar, la respuesta habría que enmarcarla con corrección, especialmente en un contexto totalmente nuevo y con tanta incidencia sobre la población. Si hubiera certezas científicas todos los territorios tomarían las mismas decisiones. Pero no las hay y por eso, ante la necesidad de la sociedad de encontrar modelos de actuación, pienso que hay que proceder atendiendo tres premisas: la coordinación, la coherencia y el sentido común.

Hay que poner todos los recursos al servicio del bien común. Trabajar para lograr la menor incidencia de esta situación en la sociedad. Todos, entidades públicas y privadas en el ámbito sanitario, medios de comunicación, empresas y cualquier agente social con responsabilidad que pueda aportar, debemos trabajar para seguir avanzando. Los ciudadanos necesitan que, aunque el avance sea lento, no haya retrocesos. Que las instrucciones que reciban de sus gestores se complementen y no se contradigan. Así se valorará más el complicado trabajo de los dirigentes sanitarios, cuya función se antoja esencial para abordar este tipo de crisis. No intentemos adelantarnos al futuro. Hay que centrarse en reducir el impacto de la pandemia y, así, que los centros sanitarios y la sociedad en general, retomen una cierta normalidad. La mejor gestión ante una situación inédita es aplicar recetas llenas de sentido común. Este es el criterio que mejor va a responder en el presente y, con toda seguridad, en el futuro.