Según la RAE, subrogar es «sustituir o poner a alguien o algo en lugar de otra persona o cosa». Como tal, es un acto que muestra el miedo al vacío propio del ser humano. Si no se tiene a mano una cosa, hay otra. Eso genera una repetición, pero también una variación. Como tal, subrogar es la forma del tiempo humano, de la historia, de sus metamorfosis. Se da por doquier y es un índice de variabilidad. Lo que siempre se llamó secularización no es sino un conjunto de recursos subrogados. Por donde quiera que miremos, no vemos sino sustituciones de otras cosas previas. En la pequeña y discreta lápida tenemos una huella subrogada de la pirámide. En la estampa de offset, un subrogado de Altamira.

De vez en cuando surge una época en la que los subrogados se disparan. Son tiempos en los que viejas soluciones no están a la mano y se deben encontrar otras formas de atenderlas. Por ejemplo, el papel dinero frente al oro. En un momento fue tan intenso el flujo de mercancías y entre tan lejanos espacios, que no era cómodo transportar oro. Así se llegó a la letra de cambio, al pagaré y luego al papel moneda. En realidad, el subrogado fue con mucha frecuencia un instrumento de democratización y aceleración. Así, un objeto determinado muy costoso, el terciopelo que cubría las paredes de las mansiones nobles, fue sustituido por el papel policromado que adecentaba las casas burguesas.

En realidad, toda la época burguesa se construyó con subrogados de la aristocracia. La ley del proceso es sencilla: precios más baratos al alcance de más gente. Cuando todos esos nuevos subrogados se sistematizan, entonces se consolidan los nuevos hábitos de consumo y de producción. Así se transforma la vida social. A veces poco a poco, a veces de forma acelerada. El covid-19 ha traído una nueva oleada de subrogados. La cuarentena que han decretado los poderes públicos no ha parado de promoverlos. Lo que no puede ser subrogado no se tiene en cuenta, como esas criaturas que exigen presencialidad urgente, imperiosa, constante. Sin embargo, la dirección de la sustitución está marcada por la propia estructura de la producción. Buscar nuevas cosas a la mano está condicionado por lo que el aparato productivo puede ofrecer.

Mientras los filósofos del mundo entero elevan sus diagnósticos, la realidad se impone. Nuestras horas se tienen que rellenar con subrogados. Que la virtualidad sea la forma productiva más decisiva en la actualidad, convierte a estos subrogados en simulacros, en imágenes. Hay subrogados virtuales de lecciones, como los hay de ruedas de prensa, que no son sino simulacros. Hay misas, procesiones de Semana Santa, tamborradas, vía crucis, sepelios, velatorios, conversaciones con troles, todos simulacros. Ya antes venía observándose que la juventud prefería comunicarse por wasap que conversando; como prefería la pornografía al encuentro comprometido de los cuerpos, con sus riesgos y sus compromisos. Ahora se impone casi como obligación legal.

Al recorrer ese camino, esta crisis intensifica el proceso de transformación de la presencialidad en virtualidad. Ya antes venía anunciándose, imponiendo un amplio consumo de los instrumentos que dan acceso a los mundos virtuales. Ahora esto se acelera. Sobre esos instrumentos se ha sostenido la acumulación capitalista en las últimas décadas. Esta crisis los hace todavía más imprescindibles. El consumo de virtualidad se disparará. Con su radical negativa a que los más pequeños de la casa puedan salir a la realidad, el gobierno los predispone a una enseñanza intensiva en los hábitos unilaterales de la vida en la virtualidad.

Esto no puede hacerse sin fortalecer cierta forma productiva. Ya no tenemos cine, sino series. No tenemos teatro presencial, sino virtual, o aquel que estaba enlatado, latente en los archivos. No tenemos música en directo, sino a lo sumo la que producen las herramientas de sincronización virtual. Así experimentamos la íntima afinidad que existe entre el mundo de la virtualidad y el individualismo, pero también vemos que la virtualidad concentra todavía más los medios de almacenamiento, consumo, comunicación. La activación de lo latente depende de nuestro acto de libertad, sí; pero la soledad del individuo solo puede llenarse con los recursos virtuales. La virtualidad es un subrogado del trato humano, eso lo sabemos. Quizá donde haya virtualidad no haya necesariamente soledad, pero donde haya soledad se recurrirá a la virtualidad. Con ello tenemos la homogeneización del gusto, pero también la democracia que gobierna desde las grandes cifras. Es una paradoja. Más sensación de libertad individual y sin embargo más dependencia.

Lo más peligroso de los subrogados es que la forma en que los usamos revierte sobre los originales, los reducen, los perciben de forma diferente, transforman su sentido. Se ha apreciado con el consumo de pornografía. Pero se puede generalizar porque cambia el régimen de percepción. En la última obra de teatro que vi, con José Sacristán y texto de Delibes, observé con estupor la inclinación de varios espectadores a escuchar como si estuvieran en el salón de su casa, como si estuvieran solos. Incluso algunos se permitían atender las llamadas telefónicas que recibían. El respeto propio de la percepción concentrada ante la presencia, ya les era ajena. Sacristán, en medio de la función, tuvo que llamar varias veces la atención de que estaba allí.

Con el tiempo veremos qué tipo de hábitos de consumo, relación social y producción acabará configurando esta crisis. Algún escritor dice que no desea volver a la normalidad anterior. Eso es la mitad de la cuestión. La otra mitad es cuál será nuestra actitud ante la normalidad que ahora se impone. Esa normalidad nueva no veo que sirva a otra cosa más que a desplegar sistemáticamente, pero en continuidad, las últimas formas de capitalismo. Esa continuidad me permite decir que la época de los subrogados quizá sea un subrogado de época. No es propiamente una época, pues no cambia nada. Es más de lo mismo. Quizá su única novedad sea que hace más irreversible lo mismo.

El último signo de los tiempos es que Pedro Sánchez nos proponga unos pactos de la Moncloa, que no pueden ser sino un subrogado de pactos. Aquéllos, los originales, constituyeron en verdad un plan de estabilización, abrieron la puerta a los procesos de liberalización de nuestra estructura económica y nos dispusieron a la adaptación para ingresar en la Comunidad Económica Europea. El nuevo pacto supongo que no querrá lograr esto, aunque también podría ser solo un plan de estabilización política que clausure la década pasada. No nos abriría al futuro, sino más bien nos devolvería al pasado. No es de extrañar esta diferencia. El subrogado no necesita ser respetuoso con la realidad que sustituye.

Sin embargo, soy partidario de los originales, no de los subrogados. Creo que para avanzar en un nuevo pacto necesario hoy, se requiere algo más que invocar el antiguo. Sería preciso identificar la finalidad del nuevo pacto de manera concreta, sus aspiraciones fundamentales, sus principios orientadores. Esto obligará ante todo a tomar decisiones sobre la manera de embridar el neoliberalismo. De otro modo, no veo futuro. Por lo demás, los Pactos de la Moncloa tuvieron un supuesto implícito de naturaleza política, lo que permitió asumir que el PCE tuviera una clara integración en el sistema estatal. Por lo demás, el horizonte era una adaptación a las formas europeas. Sánchez debería decirnos igualmente la idea de Europa que se quiere proponer bajo esos pactos y cómo se desea proyectarla a una futura reforma de los tratados europeos. En todo caso, lo central es dar razones para producir un consenso acerca de la inviabilidad humana del neoliberalismo. Hay que hacerlo antes de que un confinamiento perpetuo lo haga irreversible.