Contemplamos resignados la suerte de nuestro destino. Estamos en manos de un virus que no vemos y con el que no podemos pactar una paz honrosa. Ni los más viejos, aquellos que llegaron a oír en su infancia los bombardeos en València, Xàtiva o Teruel, recuerdan una guerra de estas dimensiones. En los oscuros amaneceres de muertes en trincheras o retaguardias, de fusiles descargando contra ideas, había tiempo para comer juntos aquel pan negro, para hablar mirándose a la cara y para jugar a pelota en las calles, frontones o trinquetes. Este virus esquiva cercanías y miradas, inocula recelos y tristezas. Es posible que vuelvan los «pabellones de reposo» como aquellos que Cela, en su obra más excelsa, retrataba el apagar de ilusiones vitales entre toses y ahogos de sangre vomitada.

Ahora nos vemos en pantallas de celulares sin saber si nuestra conversación será de nuestra propiedad o malditos poderes controlarán palabras, gestos y comportamientos. Y el mundo de la pelota pelea por sobrevivir aunque sea en imágenes del pasado, sin querer pensar qué será de su futuro. Leemos hermosas crónicas en las redes de partidas jugadas hace un cuarto de siglo, como si nos resistiéramos a aceptar que nuestros campeonatos, nuestros trinquetes han cerrado sus puertas, nuestras calles ya no escuchan las ovaciones y aquellas partidas se hubieran jugado ayer tarde en un Pelayo a rebosar o en un Zurdo triunfante con los ases del raspall. Y nos lanzamos a crear plataformas digitales que nos anuncian actualidades virtuales para hablar de lo que ha pasado. Tenemos historia hermosa que contarnos, que revivir. Historia que nos permite sembrar de esperanza el futuro. Este año hay que dar por perdido un campeonato mundial con la selección valenciana desfilando en la Gran Place de Bruselas junto a otras naciones que sienten lo mismo que los valencianos o los vascos, los valones o los flamencos, los toscanos o piamonteses, los frisones y picardos o los llegados del Nuevo Mundo que sumó a sus juegos precolombinos los aportados por frailes vasco-navarros instalados en los pueblos andinos, en las llanuras de la Pampa o en la Sierra Madre mexicana. Nos hemos perdido que la bandera de barras y estrellas se incorporara al desfile frente a los retratos en relieve de reyes que fueron de las Españas y de media Europa, en el corazón del continente que supo convivir entre Fe y Razón, que se resiste a morir porque nadie vive de mercaderías que se pudren entre euros virtuales pero sí entre sentimientos compartidos. Europa también es el juego que heredamos de griegos y romanos, del espíritu abierto de la mar que fue nuestra y de todos. Dice George Steiner que Europa es el conjunto de pueblos con campanarios y casinos desde Lisboa a San Petersburgo. Algunos añadimos tradiciones compartidas como juegos de pelota.

No habrás mascarillas que ahoguen una voz de admiración ante un rebote elegante de Puchol II, ni ante el saque de una partida de llargues, o el remate a dos paredes de un delantero en el frontón. No habrá guantes que amortigüen la ovación del galotxer que jugará la pelota al aire con una zurda de oro como la de Gollart, o la fácil raspada de Moltó. No habrá virus que pueda con el revivir de desafíos del norte del Xuquer contra el Sur; o de navarros contra guipuzcoanos. El virus podrá con cuerpos debilitados; derrumbará corazones para inundarlos de lágrimas por seres queridos amontonados en féretros que se ocultan como si la muerte no fuese parte de la vida. ¿Por qué ocultamos la muerte si a ella estamos condenados desde el momento de nacer?

Sí, seguiremos llenando trinquetes, almorzando sin miedos a virus invisibles, ¿acaso no estamos rodeados de ellos?; apostando por la vida y no por vivir sin vivir; seguiremos apostando por estrujar nuestras manos con las manos del pelotari campeón; cultivando la amistad entre iguales llegados de las entrañas andinas para llorar por su bandera en las llanuras frisonas. Es demasiado hermoso este deporte como para que un virus maldito no acabe rendido ante su verdad.