A muchos les dicen que tienen pulmonía doble, un concepto antiguo que entienden mejor. Llegan de residencias, muy enfermos, con mucha carga viral, desorientados. Creen que les rodean extraterrestres al ver vestidos a los sanitarios con los equipos de protección individual, esos EPI de los que tanto se habla. Son muy mayores. No les vemos la cara, difuminada, pero podemos escucharles en una de las salas habilitadas para tratarles en el Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres.

En La Fe, la jefa de Neumología intenta explicar lo duro que es decirle a una paciente que su marido, unas puertas más allá, ha muerto. Los dos ingresaron por covid-19. Los especialistas con responsabilidades en la gestión están agobiados por la seguridad de todos. Son el sector profesional con mayor riesgo, con más de 25.000 infectados por el momento.

Cuando disponen de material, se ponen hasta tres mascarillas, el visor o las gafas, además de los guantes, las perneras y la bata o buzo impermeables. Con este mono, las enfermeras cuentan que no pueden ir al baño en siete horas para no desperdiciar equipos. Al moverse imaginan cómo se sentía Robocop. Una de ellas acude en sus días libres como voluntaria al hospital de campaña de IFEMA, donde conocemos a los de logística, también imprescindibles. Como el personal de limpieza, ahogado en lejía. Como los celadores, que además de sillas de ruedas transportan los cadáveres a las cámaras, donde no siempre hay sitio.

Esos muertos que no mostraron en este «En Primera Línea» de Atresmedia, emitido el miércoles por la noche en Antena 3 y La Sexta. Esos muertos que algunos piden ver en pantalla como si sus intereses políticos de desgaste al Gobierno debieran pasar por encima del dolor de las familias de las víctimas, algunas de cuyas historias están contando los medios; no todas, son demasiadas, miles, pero las que pueden para poner rostro a esos números.

Sin off cargado de intensidad dramática, sin efectos sonoros, sin rótulos llamativos, sin apenas presencia de los reporteros, a los que no vemos y solo oímos en algunas ocasiones al preguntar a los protagonistas con voz tenue, el reportaje no era una pieza sobre la gestión política de la crisis, la falta de protección sufrida durante semanas o la manera de contabilizar a las víctimas. Lamentablemente, esta pandemia da para muchos reportajes y de muchos tipos. Se puede jugar a ser el intrépido reportero de sucesos que se cuela ilegalmente en almacenes o se toma la temperatura en directo, como hacen en los magacines matinales, pero solo pretendían enseñar el trabajo de aquellos a los que aplaudimos cada tarde en los balcones, no el caos, los gritos, la desesperación, la impotencia, las lágrimas o el Palacio de Hielo lleno de ataúdes. El propósito era acercarnos a esas personas que tienen miedo, que intentan ayudar a que los contagiados se comuniquen con su gente, que están agotados, emocional y físicamente, y que también tienen familias en casa, en esas donde unos pocos desalmados dejan notitas anónimas pidiendo que no vuelvan por ser «ratas contagiosas».

«Es nuestro trabajo», «no somos héroes, hacemos los que nos toca hacer», como las fuerzas de seguridad del Estado, los transportistas, los trabajadores de los supermercados, los periodistas y tantos otros. Ver el reportaje era una manera de estar con ellos un rato, menos de hora y media. Qué menos.