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Quién iba a decir hace cinco años que la vida iba a ser así. Cumplía 50 y, casi por decir algo, al dejar Florencia deslicé que, en función de la esperanza de vida y la cantidad de lugares desconocidos por pisar, era la última vez que visitaba la ciudad. Creo que la profecía se cumplirá, aunque el futuro es ahora más que nunca lo que siempre fue y no veíamos: incierto e impredecible.

Aquello fue semanas antes del coronavirus, la catástrofe que nos cambió todo. O, mejor dicho, que decidimos que nos cambiara todo. Los aeropuertos siguen siendo espacios hostiles, aunque están medio vacíos. Son las ocho de la mañana de un 23 de septiembre. Esperamos un vuelo a Estados Unidos para conocer a nuestra primera nieta. Visto guantes, una capa desechable y mascarilla, y acabo de pasar por una cabina desinfectante. Llevamos en el móvil el pasaporte epidemiológico. Si lo tienes muy poblado, no intentes volar. Sabemos que al llegar nos obligarán a confinarnos en un domicilio (puede ser un hotel) durante cuatro días. Antes de salir de la cuarentena te someten a pruebas y después has de llevar toda la documentación que te dan. Si no, estás perdido.

La deuda pública de 2020 trajo inflación y, como consecuencia, menos consumo y más paro. Salimos menos y la mayoría trabajamos desde casa. En los restaurantes no aceptan grupos de más de seis. Los cubiertos van en una bolsa profiláctica y la carta no es física: la envían al móvil del que hizo la reserva. El cine, el teatro y la ópera nos los administramos desde casa principalmente, aunque quedan salas, pero han ido cerrando ante las exigencias de distancia social y la reducción de público. Incluso el fútbol y otros deportes han tenido que adaptarse a tiempos sin masas. Somos masas virtuales, hiperconectadas por pantallas y redes. Incluso ligar no es lo de antes. No lo digo por mí, que ese cambio me cogió ya expulsado del partido, pero las aplicaciones de citas se han generalizado, con el añadido de que entre los datos personales has de incluir la tarjeta vírica. La asepsia ha quitado algo de humanidad a la vida, pero hemos ido ganando batallas a epidemias. Han venido otras, como la del covid-23, pero estábamos mejor preparados.

En las calles hay gente, sí, pero no le ves la sonrisa, aunque exista, y no hay besos. Hay cafés y terrazas, pero con distancia amplia entre mesas y sillas. Cuando era joven había ceniceros y servilleteros en las mesas. Ahora en todas hay dispensadores de gel desinfectante. Y mucha clientela acude con sus propios recipientes, porque no terminan de fiarse de las tazas que les pongan. Hemos ganado higiene; hemos perdido confianza. Hemos ganado miedo; hemos perdido bacterias, virus y amenazas. Quizá hemos perdido fe en nosotros mismos; quizá hemos asumido nuestro humilde papel de una especie más en un orden natural que de un modo u otro acaba demostrándonos que somos frágiles. Eso no quiere decir que hayamos tirado la toalla y no luchemos por la felicidad, pero nos hemos desprendido de soberbia. También de bastante alegría, debo reconocer. Estamos más vigilados: hemos autorizado al Estado a controlar nuestros movimientos. En el caso de tener alguna infección, los dispositivos móviles alertan si alguien incumple las reglas de encierro. Entre libertad y seguridad, escogimos acercar el fiel de la balanza a la segunda.

Pero han cambiado más nuestras formas de vida que la economía. La cuenta de resultados siempre gana, así que seguimos dependiendo de China y países con mano de obra barata. Lo diferente es que Europa tiene acumulados grandes almacenes de material sanitario, pero cualquier stock siempre es relativo. La industria sanitaria, alimentaria y tecnológica son las pujantes. La construcción se ha mantenido porque los que podían decidieron buscar casas con jardín o terraza. Por las cuarentenas que puedan venir. No sé si esto es la globalización o es otra cosa, pero desigualdades continúa habiéndolas. Vienen gentes del sur, no tantos, pero algunos de aquí buscan también su lugar en aquello que antes se llamaba Tercer Mundo. Buscan una vida más primitiva y abierta. El planeta es más limpio, porque el tráfico ha bajado y hay más control de la calidad del aire.

A veces pienso que seríamos más felices si hubiéramos decidido en 2020 no cambiar nada. Pero el mundo continúa siendo un lugar que vale la pena. Quizá es porque la principal capacidad del ser humano es la de adaptación. Tal vez sea solo un espejismo de felicidad porque en unas horas veré a mi nieta. Quizá en el futuro ella lea esto y entienda algo. No sé.

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