Dice Aristófanes que educar a los hombres no es como llenar un vaso; es como encender un fuego. Plutarco le sigue y dice que el cerebro no es un vaso que llenar,sino una lámpara que encender.

Asistimos a la más reciente derrota de la especie humana. No es la primera, ni será la última. De hecho, estamos perdiendo varias batallas dentro del mismo conflicto civilizatorio. Quizá no lo apreciamos en tiempo real, pero lo intuimos.

Te contaré un secreto: aunque no lo diga el diccionario, nuestra cultura es la adaptación del ser humano, como único cuerpo social, a su entorno natural. Inmersos en la Naturaleza, sí, porque hay que insistir en que somos una especie biológica más. No necesitamos afiladas garras ni grandes colmillos para subsistir, porque hemos evolucionado puertas adentro y, apoyados en la ortopedia técnica, hemos devenido homo ortopedicus. Aun así, el brillo de la técnica y su cohorte de tecnologías no puede esconder que, por contraste, los grandes logros vienen a menudo acompañados de fracasos correlativos, en orden y magnitudes. El concepto de progreso idealizado desde el Renacimiento se caracteriza por su inspiración humanista, pero también, tengámoslo bien presente, por una obsesión de dominio sobre el mundo natural que hace siglos se impone como consecuencia de nuestra psicología de primate permanentemente habitado por el miedo.

Hace mucho que en nuestra travesía confluyeron dos ríos: el río de lo urgente y el río de lo importante. No lo apreciamos en su momento porque dormíamos al timón, mientras se mezclaban sus aguas. Como navegantes que somos, reconocemos que es tiempo de ejecutar mientras se planifica. No nos sirven en este despliegue ni la parálisis por análisis, tan respetada por las instituciones eruditas, ni la agitación sin movimiento, tan útil para mantener el actual estado de cosas.

Quizá conozcas a Robert Oppeheimer, padre de la bomba atómica. A los 41 años vio cómo el fruto de su trabajo explotaba sobre el cielo de Hiroshima. Murió con 63 años, edad insuficiente como para haberse perdonado a sí mismo por un error que de inmediato reconoció: había obviado la orientación, el sentido, el para qué de su trabajo.

Quizá no conozcas a Jonas Salk, judío de Nueva York como Oppenheimer y contemporáneo suyo. Salvó -y todavía salvará- muchas más vidas que las que Oppenheimer ayudó a destruir. Descubrió la vacuna dels virus de la polio y nunca la patentó, sino que nos la regaló, a nosotros y a las generaciones que vendrán. Todo esto te describo no para acusar, sino para alertar de la importancia del para qué en nuestra vida, porque he venido aquí para desenjuiciar. Aunque la lección a extraer en tiempos del virus parece evidente, resulta obligado señalar que, a pesar de la hazaña de Salk, digna de Prometeo, existen comunidades pobres sin acceso a la vacuna. Otras, con cuentas corrientes saneadas, son más pobres, porque lo son de espíritu y, en contra de los hechos, niegan el valor de estas vacunas. Las opiniones son libres pero los hechos son sagrados, me apunta Paul Tillich. Actuemos, pues, en consecuencia.

Mientras que la ciencia amplía el caudal de conocimiento y responde al porqué de las cosas, la tecnología actúa sobre la realidad física, sobre el mundo natural, responde al cómo y se brinda a resolver problemas o satisfacer deseos. Ahora bien, vemos que cuando intentamos resolver problemas o satisfacer deseos sin atender al sentido, al para qué de nuestros actos, la intervención de la tecnología es capaz de generar desequilibrios mayores, a la manera de un pantógrafo que multiplica la escala de un original defectuoso. Por ello resulta tan importante que, tanto en el ámbito personal como en la esfera pública, nos preguntemos el motivo último que anima nuestro ser, el para qué de todo. O de Todo, que aquí la mayúscula creo que está bien traída.

La diferencia entre la naturaleza de los conocimientos acumulados y la sabiduría, como experiencia, es más acentuada que aquella que nos permitiría distinguir entre el contenido de un almacén de pinturas y los fondos que posee el museo del Louvre. De hecho, son de diferente orden, porque la sabiduría es el Conocimiento en acto. Es un arte, que se ejercita y se ejecuta, que se resiste a acumularse, como la electricidad en un capazo o la corriente del río entre los aparejos del pescador. Es un ejercicio en primera persona, que se resiste a la lección magistral y que, aunque se diluye entre estructruras, se puede excitar a través del ejemplo. Se nos enciende desde dentro hacia afuera como una llama, como un rayo que traspasa y funde lo biológico con esa otra parte inefable de nuestro ser.

No podemos perder un instante entre las causas mezquinas, ni andar con frivolidades. Ante la tentación por participar en ellas, repítete a ti mismo que tu espíritu no cabe en los debates minúsculos. Pregúntate a menudo el para qué de la vida, porque la sangre de titanes como Salk corre por tus venas. La consciencia es amor en acción, así que, por razón de amor, Natura no ha creado la consciencia como un vaso que llenar, sino como un fuego que encender.

Espero abrazarte pronto, cuando resulte posible.