Es una de las paradojas de esta tragedia sanitaria: el relato de la mayor catástrofe desde la Guerra Civil por número de muertes y convulsión social contiene más estampas lúdicas que funerarias. Nunca la muerte había acampado en nuestra sociedad con tanta discreción. Cada día engorda sus cifras, la cosecha de su guadaña. Números fríos. Sin rostro, sin ojos. Los minutos de silencio escasean porque no hay vida en la plaza. Un acierto los 180 segundos de silencio y banderas a media asta decretados por el Consell, por consenso político. Sufrir y renacer colectivamente cohesiona a la sociedad. Testimoniar la solidaridad acuna a las familias de las víctimas.

Esta catástrofe está siendo un golpe tan hondo que nos ha robado hasta las lágrimas, hasta el ritual del entierro. Esta peste no nos concede ni el funeral. Que es la primera estación del proceso de duelo, de la cicatrización de las heridas que nunca se borran. Las del alma.

El luto cedió generosamente sus derechos de imagen al civismo, al balcón como ágora de expresión y reconocimiento al personal sanitario, como foro catalizador del espíritu comunitario. Y en esos aplausos iniciales a las batas blancas y verdes, muchos descubrieron una enorme fuerza gravitatoria. Una puerta de entrada al plató. Y tomaron nota. El efecto espejo hizo furor. Si aplaudes, te aplauden y sales en el plano. El «arrímate a buen árbol» en versión catódica.

Hay quien ha embarrado el escenario para el cuerpo a cuerpo político echándose los cuerpos inertes a la cabeza, pidiendo sobredosis de féretros para activar la vesícula biliar; otros se declararon adictos a la glucosa e intolerantes a cualquier mínima crítica; alguno aprovechó el tiempo para lavar y centrifugar reputaciones; los hay que fueron invitados a completar el medallero de la solapa y también quien, con mayor o menor mérito, enchufó la sirena para hacerse oír y ver.

Todos los ingredientes del cocido propagandístico se han montado en un balcón con ruedas, en una carroza con trípode. Banderas, himnos€y risas, muchas risas para sobrellevar una guerra sin bombas. Otra rareza pandémica: risas sin besos. Hoy sería una temeridad emular al marinero y la enfermera que se besaron en Times Square en agosto del 45 para poner un dulce The End a la Segunda Guerra Mundial.

Esta es, si acaso, una guerra de mierda. La que algunos propagan con bulos. Nada que ver con las que libran las patrias de hojalata. Esta contienda nuestra la dirime la buena gente desde otras patrias, desde aquellas que nacen y mueren en territorios íntimos y socializantes, las que se adoban en olor a tierra mojada.

A la galería del balcón se han ido sumando egos corporativos y personales invocando al Dios Heroico. La palabra héroe se convirtió en un viral cumplido pret-a-porter. A muchos les queda el traje que ni hecho a medida. A muchas mujeres y hombres que se están volcando, a menudo gratis. Aportando trabajo y dinero a beneficio de la comunidad. Fabricando mascarillas, bocatas o repartiendo feromonas de felicidad. A otros la heroicidad les sienta ideal para siete dobladillos de manga y pernera.

Los egos personales también eclosionaron. Llegó la hora de la justicia poética. De que la sociedad reconozca nuestras capacidades. Dame un balcón y demostraré que soy un genio. Porque todos tenemos talento. Talento, la palabra más devaluada del diccionario junto con amigo.

Se democratizó tanto el elogio que un día llamaron a nuestra puerta, abrimos y nos entregaron un sobre con papeletas electorales de todos los partidos y un diploma que rezaba: «A (poner nombre y apellidos), por su heroicidad en el confinamiento, por darlo todo viendo Netflix y comiendo chocolate».

Todos tenemos derecho a un trozo de tarta de heroicidad con arándanos. Quien más, quien menos ha sacrificado media hora diaria de running igual que miles de jóvenes decidieron sacrificar su vida lanzándose desde aviones de la británica RAF o desde barcos anfibios para liberar al mundo de la bota nazi aquella madrugada de junio del 44 en las costas normandas. Lo mismo.

Esta sociedad no está vacunada para la pena. Por eso florecen los expertos en coaching emocional, los vendedores de humo envasado al vacío. De esos que recomiendan trasladar el coco a un cocotero de las Seychelles. Para que nada estropee nuestro mundo Disney al que un virus le ha pasado la factura de su vulnerabilidad. El Covid 19 nos ha recordado que la normalidad puede ser anormal. Como la que rige en la otra orilla del Mediterráneo o cuando cruzamos nuestra calle o el rellano de la escalera.

No queremos admitir siquiera los tonos grises en nuestras vidas. Todos nos aburrimos porque ya no podemos volar cada finde a París o Londres a practicar el shopping, como solíamos hacer hasta el 16 de marzo.

Ni una concesión a los códigos de sobriedad por los conciudadanos que nos han dejado y cuyo recuerdo no puede difuminarse en la escena. La inmensa mayoría, personas mayores de 70 años. Nacidos en la II República, en la Guerra Civil o en la cruda posguerra. Ciudadanos que, en muchos casos en residencias, habían penetrado en ese territorio en el que el pasado es el único futuro. En el que parece que uno está ya de prestado. Niños que crecieron en un país ahogado en drama. El del exilio, exterior o interior, el de la humillación, la represión y el hambre. Un país cuya dieta básica de posguerra era un chusco de pan negro con miedo. A esas generaciones verdaderamente perdidas, a nuestros niños de la guerra, debemos reconocimiento y memoria.