En poco más de dos meses, Hitler ocupó media Rusia llegando a 40 kilómetros de Moscú y parte de Stalingrado. Cuando Stalin se vio perdido, organizó la defensa a la desesperada en base a las llamadas «Oleadas rusas» en las que tras decretar la movilización general incorporó al ejército a todo aquello que se moviera, mujeres, niños y ancianos convocados a una batalla a muerte, la llamada batalla de las ratas, que sorprendió por completo a los alemanes.

Cuando creían que habían conquistado Stalingrado comenzaron a llegar al frente oleadas inacabables de ciudadanos rusos, sin medios, sin uniformes, sin armamento, sin nada, para plantarles cara, pero en tal número que era imposible acabar con ellos. Cuando más mataban más rusos llegaban, hasta el punto de hacerles encasquillar las armas automáticas de tanto disparar. Los mandos al movilizarlos lo hicieron sin armamento, ni uniforme, ni ropa contra el frío. Era la primera vez en la historia que un ejército era formado por paisanos, vestidos y armados a su iniciativa. Que cada cual se las ingeniase para ir al frente. Unos llevaban garrotes, otros, viejas escopetas, otros, guadañas, otros hoces y alguno se tapaba la cara con mascarillas hechas con las bragas de su mujer, por aquello de los gases asfixiantes. La masacre diaria era terrible y el alto mando comparecía cada día para dar cuenta de la guerra diciendo que las bajas estaban dentro de lo previsto, pero sin soltar una cifra creíble.

Pero como lo que estaba «previsto» era que la cosa se solventara en dos semanas, pasado ese tiempo los problemas se fueron haciendo evidentes y se les iban de las manos. No había fusiles porque les habían entregado uno por cada doce soldados con la consigna de que se los arrebataran a los muertos o a los alemanes. Pero es que tampoco había municiones, porque las que llegaban eran de otro calibre y no servían para nada. Con la comida pasaba lo mismo. Había que comer pan duro cargado de la sangre de los compañeros muertos. Pero resistían sin protestar en una guerra incomprensible por el desorden que reinaba. Lo importante era ofrecer el pecho y resistir según la orden de Moscú de «Ni un paso atrás». Como era de esperar los cálculos de su duración también resultaron equivocados. De dos semanas se pasó a un mes y finalmente a seis meses en una masacre sin precedentes por lo inesperado, de tal modo que se le puede llamar como la mayor batalla de la historia.

Entonces comenzaron a aparecer las cifras de víctimas. Por parte de los rusos, con sus célebres oleadas, 1.200.000 muertos. Por parte de los alemanes unos 780.000. Con un número indefinido de ciudadanos muertos en los bombardeos, en las epidemias y de hambre. Una masacre inesperada e inconcebible, para los que creían que sería cosa de quince días.

Los muertos desaparecieron en soledad, en enormes fosas comunes que cubren toda la estepa rusa, sin referencias personales. Sus familiares solo los vieron marchar un día y después el silencio de la desaparición. Por lo menos los rusos quedaron con la sensación íntima de que tenían un héroe en la familia y un ejército victorioso. Otros, los alemanes ni eso. Los perdieron en aquella batalla o enviados a Siberia al haberse rendido. Fue como una limpieza a fondo de dos naciones. ¿Esto les recuerda algo actual? A mí sí.