Hoy, 20 de abril, la mamá esta tranquila. Ayer la sedaron y ya no padece. Estoy con ella en La Fe, en el pabellón F, desde el lunes pasado. Mi madre es mayor, sí, pero hasta hace muy poco era una mujer alegre, coqueta, elegante y con muy buena cabeza. No está infectada del virus, pero morirá a consecuencia del virus. La mamá está en una residencia en Valencia. Es grande, acoge a unas 450 personas mayores en distintos pabellones separados entre sí y tiene unos hermosos jardines. Está en el centro de la ciudad, lo que permite que los abuelos salgan a la calle solos o acompañados y puedan mantener una vida social plena.

Mi madre hace tiempo que está en silla de ruedas, pero salíamos juntos por lo menos tres días a la semana. Los martes íbamos al mercadillo; a ella le encantaba. Tomábamos un cortado con un croasán pequeño porque ella no quería engordar. Los jueves, paseábamos por la ciudad mirando escaparates; ella adoraba esos paseos. Los domingos nos íbamos a comer por la zona de la Plaza de la Virgen. El resto de los días de la semana, Piedad y ella salían juntas a pasear. Piedad la cuidaba desde hacía ya 13 años, desde antes de ir a la residencia, y para mi mamá era como una hija. A mi madre lo que más le gustaba de la vida era salir por la calle, ver gente, escaparates, comer en un restaurante, hablar conmigo de todo€

La residencia donde estaba mi madre la dirige una congregación de monjas que lleva más de 150 años dedicando su vida a la atención de ancianos por vocación. Tienen gran experiencia y han pasado por muchas vicisitudes por todo el mundo, pero nadie de los servicios sociales de nuestro gobierno les ha preguntado nada. En febrero, por supuesto que antes de la declaración del estado de alarma, las monjas ya habían tomado medidas aunque nadie les había dicho nada. No permitían que los abuelos salieran a la calle ni que los familiares fuéramos a la residencia.

Pero aquellas medidas las combinaban con maestría con que la gente mayor pudiera mantener una comunicación y socialización necesaria y con las debidas precauciones. Habilitaron un sistema de comunicación por Skype con los familiares y amigos desde el salón, donde podían, además, hablar entre ellos aunque a una distancia adecuada. Las monjas saben cuidar la salud corporal, pero también la mente y el alma. Saben contener el miedo y la tristeza a pesar de que la tele y la radio hablaban y hablaban de la gran cantidad de personas mayores que morían. Los servicios sociales seguían sin aparecer.

Yo hablaba constantemente con la madre superiora, ella me pedía si podía llevarle gel para las manos de los trabajadores, que había oído que lo vendían en El Corte Inglés. Estuve allí pero sólo pude encontrar una botella de 25 ml. Los servicios sociales seguían sin aparecer. Pero por fin, más de un mes después, aparecieron estos servicios sociales y sanitarios en la residencia. Y lo hicieron como los hombres de negro: ordeno y mando. Cada abuelo, cada abuela, confinado en su habitación. Solos y llevando todo el día mascarilla. Las monjas y trabajadores tenían que entrar el mínimo en las habitaciones. No hacía falta llevarlas al wáter cada cuatro horas. Que se lo hagan en el pañal y sólo de vez en cuando se las cambia. Los servicios sociales tenían que contener la estadística. Ese era en realidad su objetivo: controlar estadísticas.

Y aquí empieza el verdadero drama de los abuelos y abuelas, y el de mi madre. Ella ya no podía comer. Se le caía la comida de la boca. Estaba muy incómoda con la mascarilla porque se le caía la baba por la boca y no podía limpiarse bien con los clínex. Y respiraba mal. Tampoco podía ponerse las gotas de la nariz que necesitaba siempre para poder respirar mejor. Yo noté enseguida que la mamá estaba mal. Hablé con la monja y llamamos a un médico. Este acudió y la llevó a urgencias de La Fe. Después de pasar el sábado y el domingo en urgencias, descartaron que estuviera infectada de coronavirus. Y la ingresaron en la planta sexta del pabellón F, donde puedo estar con ella todos los días desde el martes pasado.

Ayer, finalmente, la sedaron. Ahora descansa y solo queda esperar. He podido acompañarla en sus últimos momentos. Soy un privilegiado porque la mamá no morirá sola como otra mucha gente.