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Los gritos del silencio

Soy un animal social. Nunca he entendido la vida sin la relación con mis semejantes, sin una buena charla, aunque fuera para hablar sobre el sexo de los ángeles, sin una cerveza o un café compartido ni, por supuesto, sin abrazos, besos, caricias, arrumacos y todos sus derivados. Eso en condiciones normales. Es decir, que si a la falta de estos ingredientes primordiales en la receta de mi pequeño mundo se le suman otras carencias o, lo que viene a ser lo mismo, la necesidad de una sobredosis de contactos y manifestaciones de afectos que ahora no son posibles, estoy perdida. Más o menos como me encuentro en estos momentos en los que me temo que no soy la única que está sintiendo este frío por mucho que el sol caliente, que tampoco es que se pase. Como si él también anduviera destemplado.

En medio de esta gélida estepa emocional me he sorprendido añorando el ruido cuando yo era de las que se marchaba con disimulo del bar en el que acababa de entrar si el sonido de la cafetera al moler los granos de café era más elevado del que consideraba aceptable. En estos momentos, en cambio, el silencio me acuchilla los oídos hasta hacerme daño como si se tomara la revancha por lo exquisita que he sido en otros tiempos, y que no descarto volver a ser. ¡Ojalá fuera mañana!

Desde la casa en la que cumplo mi confinamiento con una voluntad a prueba de tentaciones para alguien tan amante de pisar la calle como yo, apenas me llega el trinar de los pájaros que acampan en unos árboles cercanos. Pero poco más. Hasta los aplausos de las ocho, que en los ambientes urbanos rompen en cierto modo el rigor del aislamiento, en las zonas rurales apenas sí se escuchan. Tiene su explicación. Somos menos y las viviendas, en su mayoría unifamiliares, están más dispersas, lo que no ayuda a un aplauso sonoro y reconfortante. La ausencia de ruido se ha convertido en mi banda sonora en un tiempo en el que, ironías del destino, lo que más me apetece es gritar a pleno pulmón.

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