Cada vez que se desata una gran crisis económica, se fragmenta la representación política. O enloquece, e inventa los populismos totalitarios, como en los años 30. Esos cataclismos financieros no hacen sino refulgir los desequilibrios y fracturar los cánones anteriores. Las crisis no son buenas ni para el sosiego social ni para su reflejo político en el espejo institucional. La estabilidad política de la postguerra europea, lograda con productos políticos moderados en torno a corrientes mayoritarias, estalló con la depresión de los 70: surgieron partidos con intereses particulares, otros de perfiles monotemáticos (pacifismos, ecologismos, feminismos) y algunos radicalizados a derecha o izquierda. De las consecuencias de la Gran Recesión de 2008 vivimos todavía hoy: fue el brusco regreso a las turbulencias (a las angustias éticas o la atomización de la política) tras las «calmas» bipartidistas y sólidas que dominaron Occidente cuando acabó la imponente sacudida de los 70. Los errores, o los aciertos, se repiten, como si las sociedades nunca volvieran la vista al pasado reciente y decidieran habitar en un presente continuo.

Ha sucedido con esta epidemia, que ha pillado a los líderes del mundo sin los deberes hechos y a la sociedades desprotegidas: se diría que la tragedia de 1918, con millones de muertes a sus espaldas -hermana de esta pandemia-, hubiera ocurrido hace centenares de años. De nuevo, la política deja a la ciudadanía desnuda ante la calamidad. No parece intuir nunca los seísmos. No lo hizo en las últimas crisis que doblegaron el mundo, ni ha adivinado el alcance de esta pandemia que aloja en sus tripas un big bang económico de enormes dimensiones. Reconocidas estas insuficiencias, al menos puede reparar los daños con eficacia. Leer con renovadas miradas los nuevos signos del tiempo y responder con formas políticas adecuadas al universo que se despliega. El temblor ha sido -es- descomunal, y el reajuste ha de estar a la altura.

Las crisis suelen acelerar los procesos históricos. Pero el embate actual viene precedido del terremoto económico en el que todavía estamos incrustados de una u otra manera. Esta superposición es la que singulariza esta crisis, y si la que comenzó en 2008 minó el optimismo (como hizo la de los 70) la que pisamos hoy puede desencadenar miedos abismales. Pesimismo tras pesimismo, miedo sobre miedo. En ese ambiente ha de estallar la transformación intelectual y tecnológica que se ha abonado de forma dispersa en los últimos años -tampoco la política le ha hecho excesivo caso, ni ha ayudado a canalizar los esfuerzos- y que ha de plantear sin duda categorías éticas inéditas y nuevas formas de relaciones sociales. El territorio de la privacidad ante el empuje de la revolución digital va a ser inevitablemente cuestionado, y se hará más amplia la brecha entre el ámbito de la seguridad y el de la intimidad. Y cuidado: un mundo más seguro es un mundo menos libre. La Razón colectiva, en cuanto se descuida, engulle las libertades individuales. Y al revés. Son lógicas orgánicas, instintivas. Más Estado, más vigilancia, menos individuo. Y la asignatura pendiente histórica, creo recordar, trataba de la emancipación del individuo, no de la de la emancipación del Estado. Ante ese dilema, ya planteado, cada corriente política -adosada a una ideología y al peso de su historia- optará por una vía, la suya, y sin duda cometerá otro error. El enésimo error. Porque no es tiempo de espolear viejas narrativas, ni de empeñarse en rescatar solidificadas ideas o de embobarse con efímeras fascinaciones de ambiciones comunitaristas o individualistas. Es la hora del consenso, a la manera de como lo construyó Europa después de desangrarse. La hora del pacto social. No sólo del político, sino del social. Los tiempos mediocres engendran profetas huecos, decía Camus. Las épocas de incertidumbre deberían engendrar «contratos políticos» esperanzadores. Quizás sea éste el momento de las grandes ideas. El de aparcar las especulaciones políticas, el de congelar las retóricas particularistas, el de transgredir los prejuicios. Quizás las circunstancias «obliguen» a obrar un «compromiso histórico» repartiendo la voz entre los empresarios, los expertos, los sindicatos y los líderes de la sociedad civil. Sería una ironía macabra no establecer un contrato con las fuerzas políticas y sociales desde posiciones intermedias para reconstruir el tejido económico valenciano duramente castigado por la crisis (un tejido frágil, dependiente del turismo y los servicios, los sectores más afectados por el actual cataclismo). La política no sólo ha de contribuir a poner en marcha los motores económicos sino que ha de afirmar ámbitos de cohesión a fin de superar los temores y las amenazas instaurados en la ciudadanía. Y ha de velar -más allá de estúpidas retóricas en torno a la solidaridad- para que el espacio público no se convierta en una jungla, ni el individuo en un número, un activo o una variante de un móvil. En los contextos frágiles, la sociedad «pertenece» a Hobbes mucho más que a Locke. La selva. («No existe eso que llamamos sociedad», decía Tatcher).

La política valenciana está en condiciones de superar el pacto político del Consell del último lustro para convocar un nuevo acuerdo político y social. La reconstrucción valenciana pide -exige- un horizonte de concertación, la integración de las fuerzas políticas en torno a unos objetivos y bajo unos postulados. La convulsión es demasiado brusca y las consecuencias podrían ser largas y catastróficas. No va a ser fácil para la política preservar los valores sociales ni adaptarse a los modelos de vida que comienzan -ni activar la maquinaria económica- sin ayuda. Sin ayuda de la economía, del trabajo y de la ciudadanía.