Llama la atención la similitud existente entre lo que los coetáneos de Cristo, una vez han vencido y contemplan la muerte del inocente, le echan en cara con regodeo; y lo que a nosotros también nos pasa. El ser humano sigue reaccionando de igual modo después de dos mil años.

Cuenta el evangelista Mateo, que se dirige a sus propios compatriotas judíos, que los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, la clase dirigente del pueblo de Israel, una teocracia sometida férreamente al imperio romano, se dirigían al crucificado con estas palabras: "A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡Es el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: "Soy Hijo de Dios". Marcos, que escribe para los romanos no judíos, señala solo lo que puedan entender sus lectores: "Que el rey de Israel baje ahora de la cruz para que lo veamos"; dice Rey, que es lo que les resulta inteligible. Y Lucas, que también se dirige a los gentiles (no judíos), señala que los magistrados (no en el sentido actual de jueces, sino en el clásico de "magister": dirigentes, los que saben) le hacían muecas injuriando "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo".

A todas estas agresiones verbales, en una situación de completa indefensión y de atroz tormento, el Cristo no contesta: solo actúa. Él sigue permaneciendo en la cruz. Este comportamiento parece que da la razón a sus acusadores que con sorna se burlan. Es verdad, no se mueve; y concluyen, siguiendo su silogismo, luego no podemos creer en él.

Exponía que nuestros coetáneos seguimos una argumentación parecida. Lógicamente, no referida al hecho de la muerte en cruz, que se dio en otro contexto histórico. Pero la argumentación es similar. Dios, ha de ser bueno y omnipotente. Si permite el sufrimiento, por ejemplo, el de la actual pandemia del coronavirus, es o bien porque no es bueno (en cuyo caso, no sería Dios), o bien porque no es omnipotente ya que no lo evita (lo que también muestra que no es Dios).

La conclusión es similar: la puesta a prueba de Dios. Que baje de la cruz o que evite el sufrimiento humano, para que creamos. Y Dios, que no se deja engatusar, simplemente hace en silencio elocuente: no se baja de la cruz. Él quiere seguir la suerte del hombre, para cambiarla. Y, dentro de esta gran oscuridad que nos abruma, arroja una luz que es el único consuelo a la hora de la verdad. Ahora sabemos que el sufrimiento, y en definitiva la muerte, no tienen la última palabra. Que el sufrimiento tiene una capacidad de liberación inaudita que nos envuelve en el misterio insondable del amor de Dios.