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El desliz

Niños en la calle, padres bajo sospecha

Entre las certezas que ha pulverizado la pandemia cabe reseñar cualquier recomendación que nos haya dado hasta ahora un pediatra. Lo llamo recomendación o consejo, por no decir directamente orden. ¿Hace el niño bastante deporte? ¿Cuánto tiempo pasa la niña delante de una pantalla? ¿Camina lo suficiente? ¿Tiene contacto con la naturaleza y el sol? La gran amenaza para la salud de nuestros hijos fue la obesidad; el sedentarismo infantil constituía una verdadera pandemia. Con soltura empleábamos el término pandemia, hasta que ha llegado la que estamos afrontando y todos los otros peligros se han vuelto secundarios. Nos hubiéramos relajado si llegamos a saber que un gobierno ordenaría que los más pequeños permanezcan encerrados en sus viviendas, grandes o chicas, durante dos meses, sin apenas contestación social. Esas tardes de domingo en que el cuerpo nos pedía sofá y un libro, pero que acabábamos peregrinando por el parque por su bien. Esas largas esperas en los entrenamientos. Esos fines de semana invertidos en que el niño se relacione y "tome el aire". Muchos esfuerzos se habrían dosificado de intuir que la naturaleza y el ejercicio estaban tan sobrevalorados que se han eliminado de un plumazo del estado del bienestar en cuarentena sin que le importe a nadie. Salvo a los padres, es decir, a nadie que tenga algún peso en las decisiones que se están adoptando. Las restricciones en otros estados europeos no han sido ni de lejos tan duras con los más pequeños y sus cuidadores, y ellos también cuentan con paneles de expertos entre los que deben haber incluido algún estudioso de la salud infantil.

Si la escalada ha resultado dramática para las desbordadas familias, la desescalada está siendo un chiste. La primera opción comunicada oficialmente por un miembro del Ejecutivo consistió básicamente en permitir que los niños acompañen a sus padres a la compra, metiéndolos en los únicos espacios masificados y potencialmente peligrosos hoy por hoy. La reacción social ha obligado al Gobierno a replantearse una decisión estúpida, que denota una falta absoluta de confianza en los padres para cumplir los mínimos criterios de seguridad de una salida normal y ordenada. Un planteamiento que no puede achacarse a la premura o al deber de afrontar un problema descomunal, como ha ocurrido con anterioridad. Por primera vez desde que empezó esta crisis tengo dudas sobre las intenciones de quienes están al mando. Los niños podrán pasear pero no en libertad. Si el mal no está en el paseo, estará en la libertad. Parece que se le ha cogido el gusto a atar en corto a la ciudadanía.

A día de hoy ignoramos con qué condicionantes podrán los menores pisar la calle a partir del domingo, debe haber media docena de expertos redactando el listado de precauciones que debemos adoptar. Un poco de fe. Incluso quienes no tenemos las paredes forradas de títulos y masters podemos manejar a nuestros hijos, que no son bombas biológicas sino personas capaces de acatar normas. Llevamos cuarenta días encerrados con ellos, saliendo lo justo, dedicándoles todo nuestro esfuerzo y sacrificándonos como cualquiera. Merecemos la misma confianza ciega que el Estado deposita en los dueños de los perros o en quienes salen cada día a comprar tabaco.

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