Siempre despertaba preguntándose qué estaría dispuesto a dar por poder escribir dos páginas, sólo dos, como las de Vila-Matas. Últimamente sólo se pregunta cómo se puede llorar a ocho mil muertos, a ochenta mil, a un millón, cómo se llora tanta muerte agolpada. Su generación ha perdido a sus padres, los está perdiendo o no tardará en perderlos. Generación que mira atrás con nostalgia, lee 'Ordesa', 'Alegría' o 'A corazón abierto' con lágrimas en los ojos y el alma abrasada».

Cada generación lee el mismo segmento limitado de libros. Su obsesión es diferenciarse, distanciarse y criticar a la generación anterior hasta que, repentinamente, valora el pasado invadida de melancolía. El incremento de la esperanza de vida hace que convivamos, en confinamientos diversos, cinco generaciones. Nuestra única preocupación, cuando salgamos de esta, tiene que ser la siguiente, la generación COVID.

Hace unas semanas, Ann Pettifor, economista que predijo la crisis de 2008, declaró que «la situación es peor que antes de la crisis. Va a volver a ocurrir, se lo garantizo. La cuestión es cuándo y qué la desencadenará». El cuándo fue semanas después. Más de la mitad de la humanidad está recluida en sus casas, cada día se cuentan muertos y contagiados por un virus que ha elegido cebarse en los mayores, la movilidad es prácticamente nula, las fábricas están paradas, los bares cerrados, la vida social anulada. Convivimos con el miedo y nuestro mundo ya es otro. El qué es lo de menos. Podía haber sido un ataque bacteriológico, un desastre medioambiental, un ciberataque global. Ha sido un virus pero la globalización del pensamiento, del intercambio de personas, de productos, de información, convertía cualquiera de nuestras vulnerabilidades en globales.

Pasamos nuestras vidas preocupándonos por cosas que no han sucedido y que no sucederán. Lo imposible es sólo lo que nunca ha pasado. Nos gusta culpar a otros de nuestros males pero no podemos culpar a nadie por fallar en sus predicciones en un mundo impredecible.

El mejor inicio de un libro, el de «Historia de dos ciudades» de Dickens, « Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura?», parece escrito hoy. Hasta hace unas semanas vivíamos la mejor de las vidas imaginables, nos lo recordaba Alfons García, «éramos felices y no lo sabíamos».

Felices sin prestar atención a que el 1% de la población controlaba el 83% de la riqueza mundial, a que un tercio de la riqueza estaba en paraísos fiscales y en ellos se realizaba el 80% de las transacciones bancarias mundiales. Aceptábamos impasibles que nuestros recursos variaran notablemente según la clase social en que el azar nos hubiera colocado. Asistíamos a una emergencia climática que convertía nuestra cotidianidad en inviable por insostenible. Admitíamos niveles de desigualdad intolerables. Tanta felicidad deslumbraba.

Lo mejor del futuro es que no lo conocemos. Nuestra vida son los otros, nos conocemos conociendo a otros, descubriendo a los demás. Es evidente que esto pasará, antes o después, mejor o peor, pero nada será igual. Nada debe volver a ser igual, manteniendo lo eterno que nos ayuda a ser: el amor, la amistad, la fraternidad, la solidaridad? La mayor de las alegrías que nos podemos permitir es comenzar. Vivir es bello porque siempre es comenzar, cada instante. Cuando estamos recluidos, estamos enfermos, por mera costumbre, por estupidez, no comenzamos y es como si estuviéramos dormidos.

Sólo podremos recomenzar combatiendo el fatalismo y la atomización que nos atenaza. Volveremos para preconizar lo colectivo sobre lo individual, apostaremos más por usar que por tener, recuperaremos el dinero como un bien común producido socialmente, repartiremos el trabajo y el mercado, ejerceremos la política como una responsabilidad que se ha de renovar cada día, reedificaremos un Estado como un pacto libre entre sus partes, primaremos lo social sobre lo contable, tendremos diplomacia abierta con potentes instituciones internacionales, estimaremos más a los pueblos que a las banderas, consideraremos que el trabajo es un bien moral innegociable, escucharemos siempre y hablaremos menos, no creeremos en la justicia social si hay conciudadanos desterrados, la inteligencia será una emoción común.

No descartemos que en vez de llegar a una superación realista del capitalismo nos invada la codicia y la acumulación, que en lugar de promocionar un federalismo social con poderes públicos transnacionales, cerremos fronteras y nos abriguemos con banderas, que en vez de luchar contra la desigualdad en todos los ámbitos, se bloqueen los ascensores sociales. El futuro lo tienen que escribir unos y otros, nosotros y los otros, todos.

« Es metódica y mantiene rutinas. Despertar, leer, teletrabajar, dormir la siesta, y sacar la tripa al sol cuando sus rayos rozan el balcón. Invadida de vitamina D piensa en el futuro, mirándose el ombligo. En tiempos de amores confinados, exiliados, distanciados, ha tenido suerte. Lo tiene a él, con quién comparte el poder de imaginar a Manu. Nacerá avanzado el verano, su nombre que no será muy diferente en los idiomas de él y el de ella. El mundo de Manu será mejor, todo siempre puede ser mejor».