Recogen nuestros residuos, cosen mascarillas, nos dispensan medicamentos, producen guantes de plástico, limpian nuestros hospitales, tramitan nuestras prestaciones, cuidan de nuestra gente mayor, desinfectan las calles, nos cortan lonchas de jamón o queso. Siempre lo han hecho, invisibles al reconocimiento social y, en demasiadas ocasiones, bajo condiciones precarias. Son trabajadoras y trabajadores en quienes esta pandemia ha puesto el foco porque su labor es la que nos ha permitido al resto quedarnos en casa. A cambio, han tenido grandes dificultades para conciliar y unos mayores índices de contagio, no solo por la imposibilidad de confinamiento sino por la carencia de equipos individuales de protección e insuficientes medidas de prevención, hecho especialmente revelador en el Día Mundial de la Seguridad y Salud en el Trabajo.

En la otra cara se encuentran quienes se han quedado sin trabajo. Se les acabó el contrato o directamente les han despedido, en lugar de recurrir a un expediente de regulación temporal de empleo por el que tendrían garantías de volver a su puesto cuando la situación se hubiera estabilizado. Pero hay quien ya ni siquiera lo tenía cuando nos arrasó esta crisis, o no puede demostrarlo, 'sin papeles' o 'sin contrato' que se insertan en la economía productiva sumergida y en la reproductiva de los cuidados.

Una clase trabajadora, en fin, que se mueve entre la probabilidad de contagio y el desempleo, poniendo en evidencia las desigualdades que cimentan nuestro sistema y que las crisis agudizan. Y aunque las respuestas no han sido las mismas a cada una de ellas, reforma laboral y recortes frente a inversión pública y protección social, el individualismo consumista actúa como cloroformo. No sé si recordaremos el papel que ha jugado el estado de bienestar en esta pandemia, con la sanidad pública y sus profesionales a la cabeza. No sé si seguiremos reconociendo a las trabajadoras y trabajadores que nos han sostenido y a sus organizaciones sindicales que nos han asesorado y exigido que no se pierda el empleo ni la salud. No sé si admitiremos que, solo desde la solidaridad, podemos afrontar con justicia esta crisis.

Son cada vez más las voces que abogan porque salgamos de este camino que transita por el sufrimiento humano y que nos conduce, si no lo remediamos, hacia la devastación del planeta. Voces que corean en las redes las organizaciones sociales, los parlamentos, los púlpitos y, en las calles, si no fuera por el confinamiento. Voces que producen ecos reactivos desde esas mismas instancias y que tienen en el simplismo y la falacia a sus aliados y, en el egoísmo, a su fermento. Discursos, cada una de ellos, con sus propios altavoces que los amplifican.

No sé qué voces terminarán marcando la dirección, no dispongo de datos empíricos, solo la creencia que las personas somos sujetos de cambio y la esperanza que esta pandemia nos haya servido para valorar lo que realmente importa. Aprender colectivamente lo vivido se traduciría en más Estado y menos codicia. En más distribución de la riqueza y menos desigualdad. En más empleo y menos precariedad. En más salud laboral y menos siniestralidad. En más corresponsabilidad y menos jornada laboral. En una economía más social y menos consumista. En menos fragmentación y más orgullo de clase trabajadora. Ese orgullo que, como tantas personas, siento cada tarde al oír los aplausos, y es la esperanza de quienes nos identificamos con Novaterra.