En estos días es bueno echar la mirada atrás y tener presentes los errores que se han cometido al afrontar otras crisis mundiales, en especial para no volver a andar ese camino. Así, y como recordaremos, la crisis financiera global de 2008 y la gran recesión económica que se derivó de la misma incidieron de una forma implacable en las personas con discapacidad.

Todos los que trabajamos a diario en este ámbito lo denunciamos con contundencia en esos años, viendo cómo los recortes y las medidas económicas iban discriminando y dejando en el olvido a estas personas. Tiempo después, los diferentes estudios e informes han subrayado esa situación, donde los recortes sociales producidos en dependencia durante el período 2012-2017 alcanzaron casi los 5.000 millones de euros, y por poner otro ejemplo, el paro para las personas con discapacidad se quedó estancado en casi 10 puntos porcentuales por encima de la media general, siendo mucho mayor en personas con discapacidad intelectual o enfermedad mental, donde su tasa de actividad está por debajo de un alarmante 30 por ciento.

Desde que el Gobierno aprobó el Decreto del estado de alarma, hemos vuelto a ver con preocupación que la discapacidad ha sido de nuevo la gran olvidada en las primeras semanas esta crisis sanitaria. El Real Patronado sobre la Discapacidad denunció la falta de información accesible y de calidad para todas las personas. En esa línea, Plena Inclusión también alertó de que 17.000 personas con discapacidad intelectual estaban desprotegidas en dispositivos residenciales, y en último término, sólo la presión social provocó la modificación parcial de las condiciones del confinamiento, permitiendo los desplazamientos terapéuticos. Si seguimos así, estoy convencido de que el coronavirus seguirá siendo una terrible pandemia que afecta con mayor intensidad a los más vulnerables.

Lo peor que puede suceder es que nuestros gobernantes piensen que, superada la alarma sanitaria, podremos seguir como si nada hubiera pasado y que no se anticipen a las consecuencias sociales, laborales y personales que van a sufrir todos los ciudadanos, cada uno con sus especificidades y necesidades. Por ello, debemos hacer efectivo ese mensaje de que «nadie puede quedar atrás», también las personas con discapacidad. Eso sólo se puede conseguir siendo especialmente sensibles a sus necesidades y no generalizando las medidas sin una adecuada transversalización; apoyando con mayor intensidad a las discapacidades más severas y sus familias; así como dando voz a este colectivo y sus organizaciones en todas las mesas de diálogo, puesto que son los únicos capaces de proponer las medidas más adecuadas para que efectivamente podamos salir todos juntos de esta situación.