N i somos los que fuimos ni seremos los que somos. Esta verdad de perogrullo encierra un hecho irrefutable; los seres humanos somos, por definición, sujetos cincelados por el momento histórico que nos toca vivir. Pero este hecho esconde también una poderosa llamada a la esperanza que nos aleja del sujeto pasivo, del mero receptor de lo que pasa a nuestro alrededor: nuestra capacidad de adaptación al entorno no solo nos permite sobrevivir y prosperar, también moldear el escenario que nos rodea.

Esta realidad se muestra de un modo aún más evidente en momentos de zozobra, cuando arrecian esas tormentas que sacan lo mejor y lo peor de las personas y, por extensión, redefinen sociedades. El covid-19 nos ha metido de golpe al planeta en una de ellas. Casi sin tiempo para verlo venir, de la noche a la mañana hemos pasado de ser ciudadanos con libertad de movimiento a ciudadanos encerrados por seguridad en nuestras casas.

Sin embargo, este entorno tan hostil está dejando aflorar comportamientos quizás no olvidados, pero sí relegados a la categoría un tanto naif de las declaraciones de buenas intenciones: colaboración, empatía, solidaridad, ejemplo€ Conceptos que las individualistas, hiperconsumistas y muy desarrolladas sociedades del «primer mundo» habíamos guardado en el cajón de las bellezas inútiles de pronto brotan y se transforman en acción, en hábito alejado de los brindis al sol. Hemos descubierto que el prójimo es el vecino de enfrente, el abuelo que vive solo en un apartamento en el bloque de al lado, el médico que dobla turnos y llega a casa con la marca de la mascarilla en la cara, el basurero que recoge los contenedores cada noche€ El prójimo ha dejado de ser un concepto etéreo con connotaciones bíblicas; ahora le hemos puesto cara y, casi sin darnos cuenta, nos hemos puesto en su lugar y hemos actuado en consecuencia.

Este redescubrimiento del «nosotros» es demasiado valioso como para para dejarlo pasar. Como sociedad no podemos permitirnos el lujo de considerarlo un tesoro efímero fruto de una ensoñación temporal, de un «fue bonito mientras duró». Tenemos la responsabilidad de incorporarlo en nuestro ADN y hacerlo crecer. Demostrarnos a nosotros mismos y a los que estén por venir que, en definitiva, no solo sabemos sobrevivir a las grandes tragedias sino también aprender lecciones de ellas.

Es precisamente en esa intersección entre las lecciones aprendidas y las que están por venir donde la sociedad nos la jugamos, porque tras el volantazo tocará reorientar el rumbo y marcar una nueva dirección. Se trata de un ejercicio ciudadano, empresarial e institucional, para el cual la colaboración se hace, si cabe, aún más indispensable que antes de un zarandeo que, según el FMI, va a suponer una destrucción de empleo y una contracción económica (cercana al 8% del PIB) inédita desde hace casi un siglo. Todo apunta a que para el trabajo de reconstrucción al que nos enfrentamos no nos van a servir las herramientas de siempre. Necesitamos desempolvar principios y reorganizar prioridades.

Esta reivindicación de la colaboración no entiende de niveles ni de prejuicios, y apela tanto al acuerdo entre vecinos como a las grandes empresas o instituciones públicas. Lo importante es la voluntad que subyace de «entender al otro» y, superado este ejercicio, identificar el objetivo compartido y avanzar hacia él. España -y la Comunidad Valenciana en particular- sigue demostrando a diario y en las actuales circunstancias que seguimos jugando en la liga de los mejores en cuanto a cooperación entre las partes. Una muestra muy clara de esta vocación la encontramos, por ejemplo, en el reciente acuerdo entre el CSIC y la Universitat de Valencia para desarrollar un sistema capaz de detectar el coronavirus en aguas residuales, lo que supone un importante método de vigilancia epidemiológica. Este es camino: la colaboración como piedra angular del progreso.

Por eso, a quienes nos dedicamos a promover el compromiso y la acción medioambiental nos suena tan bien la música de fondo que proviene del llamado Pacto Verde Europeo. Porque más allá de las diferencias de criterio entre los países miembros sobre la gestión de la crisis económica, comienza a echar raíces un consenso sobre la urgencia de abordar la salida a esta situación desde una perspectiva de protección de la naturaleza. O dicho de otro modo: la defensa del medio ambiente se ha convertido en una necesidad que ya no admite discusión.

El pasado 9 de abril se hizo pública una carta, impulsada entre otros por España y a la que ya se han adherido 13 países, en la que se solicita a la Comisión Europea que utilice este pacto -o Green New Deal- como la gran palanca de recuperación económica tras la crisis. En la misma, se pide a la Comisión que estudie, entre otros aspectos, la necesidad de ampliar las inversiones en economía circular, así como en otros sectores clave como la movilidad sostenible, el empleo verde o las energías renovables. El mensaje que se lee entre líneas es un claro aviso a navegantes: cualquier solución con vocación de largo plazo pasa necesariamente por incorporar entre sus mimbres la perspectiva ecológica.

Precisamente ese largo plazo, esa vocación de trascendernos a nosotros mismos, al aquí y ahora, para priorizar a los que vendrán después es el motor de esa imparable revolución medioambiental que ya ha comenzado. Hemos necesitado décadas de inacción, desacuerdos aparentemente irreconciliables y hasta una pandemia global, para darnos cuenta que los principios ya los teníamos, que sólo necesitábamos cambiar las prioridades. Y de paso recordarnos que, efectivamente, los seres humanos somos herederos de nuestro tiempo pero también escultores de nuestro propio destino.