En poco tiempo hemos pasado de la felicidad individual a la tristeza colectiva. De la proximidad de las Fallas y de la primavera, a la reclusión y al confinamiento. Apenas un par de generaciones han transcurrido con la confianza de que las confrontaciones bélicas no llegarían a alcanzarnos y nos encontramos ahora con la catástrofe de una pandemia sanitaria.

Hace unos años todo parecía accesible. Altos salarios, segundas residencias, hipotecas aparentemente al alcance de la mano. Retábamos al PIB de Italia y superábamos en viviendas construidas a la suma de Alemania, Francia y Reino Unido. Eran otros tiempos.

La construcción de autovías se sucedía, incluso había quien decía preferir las de peaje, como la autopista con Madrid. Los kilómetros de AVE superaban a los de cualquier país europeo, y no había provincia española que no lo reivindicara para su capital. Los trenes de cercanías eran ignorados, cuando no olvidados, cosa menor. Los aeropuertos se multiplicaban, las universidades proliferaban, y las televisiones públicas funcionaban sin justificar gastos ni su razón de ser.

La Unión Europea durante años sufragaba parte de nuestras inversiones a través de los fondos estructurales y de cohesión que recibíamos con profusión mientras fuimos 12 los miembros, incluso 15, pero que comenzaron a cuestionarse cuando llegamos a 28. Eran otros los más necesitados, y luego uno de los contribuyentes netos, el Reino Unido, apostó por abandonar la Unión.

Alemania, tan denostada ahora, comenzó a cuestionar cómo era posible que abordáramos la renovación de nuestras infraestructuras cuando ellos apenas alcanzaban a financiar las suyas, y entonces la debilidad de nuestros argumentos se puso de manifiesto. Las ayudas recibidas llegaban a resultar a coste cero para nuestro país, mientras contribuíamos fiscalmente en menor medida que otros a las arcas del Estado propio, y, lógicamente, a las de la Unión Europea.

La crisis en la propia Unión se veía venir, se diría que la suerte ya estaba echada. Grecia y Portugal fueron un buen botón de muestra, mientras España, y principalmente Italia, pese a los esfuerzos realizados, no alcanzaban a cuadrar sus cuentas.

No habíamos armado con suficiente fuerza nuestro equipo productivo cuando abandonamos nuestra incipiente industrialización optando por actividades especulativas, de mayor y más rápida tasa de retorno, pero también de mayor riesgo a largo plazo, como se ha podido comprobar. El turismo nos auxiliaba pero ante una pandemia sanitaria como la actual, la puerta de entrada quedó cerrada para visitantes y residentes ocasionales, por lo que también resultó frágil.

La crisis nos alcanzó de pleno, pues tras aquellos años, en los nos creíamos ricos, vinieron los recortes sociales que nos llevaron hoy a tener que pedir el auxilio europeo de la mano con Italia. Uno de los fundadores de la Unión Europea, que, aún con mayor endeudamiento, siempre se encuentra mejor ubicado ante las instituciones comunitarias.

La solución provisional llegó en Jueves Santo, y ahora, ante la crisis que compartimos, vamos juntos a salir del hoyo económico en el que nos encontramos, con el acuerdo del Eurogrupo que gestiona Alemania, con otros miembros fundadores de la UE, y sólo nos queda comprobar el coste real de la financiación a recibir, inicialnente sin garantías adicionales.

Con estos antecedentes sólo nos resta hoy repasar la enseñanza que cada día recibimos de los profesionales -y qué decir de los voluntarios- de la sanidad, distribución, información y demás servicios indispensables, normalmente los peor remunerados, que con su labor nos muestran el camino de la ejemplaridad pública. Su actitud solidaria está permitiendo superar las dificultades del momento, aun a costa del riesgo de su propia seguridad. Confiemos que esta enseñanza no sea olvidada y que su lección colectiva nos alcance a todos.