Son días aciagos. Nos cuesta recordar momentos normales en ese mundo al que nos hemos acostumbrado a mirar a través de una ventana. Tan ajeno ahora, que no parece que hace unas semanas fuera el nuestro. Vamos, como si de un Gran Hermano mundial se tratase. Hemos perdido la perspectiva de un tiempo para olvidar que, en cambio, lo vamos a recordar siempre. La de batallitas que contaremos. Escaparnos, perdernos, reírnos, abrazarnos€ siguen siendo subjuntivos. Palabras irreales, porque no existen los planes. No hay anuncios de coches, ni de cruceros. Tampoco de vacaciones. ¿Cuántas veces hemos maldecido 2020? ¿Cuántas veces hemos retrocedido hasta aquel 31 de diciembre de 2019 para rememorar aquella frase de "este va a ser mi año"? No hemos tenido más remedio que abocarnos a la expresión estoica de la cuarentena: "Es lo que hay". Anónima, por cierto. Como los miles de héroes a los que hemos salido a aplaudir a los balcones. Porque el cielo, a veces, son los otros. Hemos perdido la primavera, las agendas se han llenado de conversaciones pendientes y hay cosas que ya no volverán. Se echa de menos ir al cine, dar un paseo cruzándose con alguien, pisar la arena, sentir la brisa del mar€ Nos hemos dado cuenta de cuánta gente salvaban los bares, de qué difícil es no hacer nada.

Con los relojes en "modo avión", hemos establecido otras rutinas. Teletrabajo sin horarios, ejercicios en ese gimnasio que no sabíamos que era la cocina, noches interminables€ También nos hemos pasado Netflix, pintado arcoíris de colores, escuchado interminables discursos en la televisión, esperado con nervios las cifras de la curva de la infelicidad, recibido miles de Whatsapp con todo tipo de consejos, incluso descubierto pequeñas manchas o grietas en la pared que siempre habían estado ahí, pero nunca habíamos tenido oportunidad de ver. La vida, en sí misma, bajo la sombra de la soledad. Tanto que la realidad es lo más parecido a uno de los cuadros de Edward Hopper.

Hoy, la mejor noticia es que ha pasado el tiempo. Y que cada minuto que pasa, le queda uno menos a esta pesadilla. De hecho, ahora mismo, queda un poco menos que hace dos frases. Lo cierto es que la sensación de irrealidad es tal, que parece que no avancemos. Me equivoco. En algo, sí. Nuestro cerebro ha cambiado. Nos hemos acostumbrado a ver a gente con mascarillas, a los dos metros, a la falta de contacto, a saludar a un familiar desde la ventana, a llamar más por teléfono, a utilizar Zoom, Skype, Duo, Hangouts y todas las plataformas libres de virus y estafas. Hasta hay quien echa de menos los debates sobre el pin parental. Una nueva huida hacia un futuro desconocido. Como el camino que emprendió Ulises, desde el fin de la guerra de Troya hasta su llegada a Ítaca. Veinte años. Algo menos de lo que esperamos que dure el confinamiento. La vacuna parece ser el remedio al miedo, aunque son metas inciertas. Por el momento, sigamos pensando que ese tiempo perdido es quizá el mejor invertido porque salva vidas. Aburrirse contribuye, en definitiva, a que se salve más gente.

A paso lento y entre fases de desescalada, se está escribiendo un nuevo guion. La tercera temporada del coronavirus llegará bajo el título "la nueva normalidad", eslogan de grandes partidos políticos que luchan contra la pandemia. Las calles seguirán siendo las mismas, pero sus habitantes no. Cambiarán los hábitos y costará. Mucho. Porque los seres humanos somos seres emocionales por naturaleza. Estamos hechos de besos, abrazos, sonrisas, momentos. Nos necesitamos unos a otros. Necesitamos dejar de necesitar.

Al volver, habrá quienes hayan aprovechado para aprender chino y otros se habrán sacado una carrera. Valoremos, cuando volvamos, las pequeñas cosas que ahora no tenemos, porque los días son más frágiles de lo que pensábamos. Nos quedan muchas más, historias por contar.