Durante semanas he publicado artículos en los que intenté distanciarme intelectual y emocionalmente de aspectos concretos de la vida puesta en peligro, de la vida confinada y de los augurios para la vida económica negada. Aunque en un artículo insistí en que es imposible escribir sin que la experiencia se filtre entre las ideas, de manera que nunca es más difícil la objetividad que ahora, reconozco que mi estatuto de opinador de domingo me redime de exigencias que deben aplicarse los periodistas profesionales. Algún día habrá que estudiar los flujos y reflujos morales de la información en esta época oscura. No me preocupan las mentiras descaradas. Lo que me alarma en la trivialización de lo narrado con vocación de convertirse en forzada realidad. Lo peor es el informador, el político, el representante social que se miente a sí mismo hasta estar convencido de que lo cierto está oculto tras la banalidad y que al pueblo se le sirve mejor negando la evidencia, subrayando lo patético y turbador para conectar con su supuesta ignorancia, con su regusto por lo trágico.

Pero adoptar tal postura ha llegado a resultarme molesta. Porque ha habido un momento en que siento que mis palabras pueden transformarse en una forma de silencio. Una paradoja a la que no estoy acostumbrado. El problema ético al que me enfrento se sintetiza así: ¿es legítimo criticar al Gobierno si con ello quedo alineado con los ataques que recibe desde la derecha -y, a veces, de Torra-? Obviamente la pregunta no tendría importancia si esos "ataques" fueran "críticas", si tuvieran el freno de la prudencia concebida como servicio al interés general. Pero no es así. En estas semanas he apreciado que, hasta donde sé, el Gobierno lo ha hecho razonablemente bien, lo ha explicado bastante mal y ha padecido y perpetuado algunos vicios típicos de tradiciones de las izquierdas españolas. Pero eso no es nada comparado con la actuación de las derechas extremadas. Entiéndaseme: no parto de un juicio de valor abstracto. Trataré de explicarme, y no por justificarme, sino para efectuar una reflexión de futuro.

El Gobierno no podía hacer más que lo que ha hecho: gobernar. Y ha tomado decisiones, mejores o peores, acompañado de un asesoramiento que me parece pertinente. No ha aprovechado esas decisiones para obtener una ventaja partidista ni ha regateado esfuerzos. Seguramente no ha sido capaz de establecer un pensamiento estratégico integrador de otras instituciones. Pero ha intentado -no siempre con el debido énfasis- una coordinación con CC.AA. partiendo de un ambiente previo caracterizado por la ausencia de diálogo y empatía entre Presidentes -incluidos algunos del PSOE- con Pedro Sánchez. Algunos fallos se han debido a la inexperiencia y a una manera de imaginar la actuación política incapaz de admitir que las debilidades deban ser conocidas. Pero lo que ha hecho la oposición es políticamente salvaje, humanamente insoportable y racionalmente estúpido: sólo ha jugado a desgastar una mayoría parlamentaria sabiendo que no estará, en mucho tiempo, en condiciones de sustituirla. No ha intentado que segmentos de su programa se realizaran o tratar de forzar acuerdos que le incluyeran. No han sido el "yo o el diluvio", sino, directamente, los predicadores del diluvio. Ni a nada ayudan ni sale de sus bocas una sola propuesta que pueda resonar como esperanza. Al error posible oponen la nada segura. No han hecho oposición: han hecho, hacen, otra cosa, que no definiré por respeto a las víctimas

Pero esto es algo con lo que habremos de convivir, o conmorir. Si alguna expectativa hay de que en la larga, larga salida de la crisis -lo de la "nueva normalidad" suena a propaganda absurda de automóviles- se produzca una mínima convergencia, es que en el horizonte hagamos aflorar una idea apenas practicada: la que a falta de otra denominación llamaré "buen gobierno". En España se ha usado en el marco de las políticas de persecución y prevención de la corrupción. Pero debemos incorporarla a la normalidad de la acción democrática y a la prevención de todas sus disfunciones -no sólo las relacionadas con la ética pública-. Hubo un político que dijo una gloriosa y nefasta frase: "el color del gato no importa, lo que importa es que cace razones". Es mentira: el color del gato sí importa. Dicho de otra manera: a medio y largo plazo la "forma" en que se hace política es decisiva para la sostenibilidad democrática. Ésta no puede depender sólo de una presunta eficacia lineal, fácilmente manipulable por los intereses de unas élites. Ni de la capacidad para la aplicación más o menos resuelta de unos principios ideológicos que se deterioran con la misma rapidez con que hay que transigir, precisamente, para ser eficaces.

Igual que hace unos años hubo un giro "parlamentarista" rápidamente desbordado por quimeras plebiscitarias, ahora el papel de los Gobiernos va a ser absolutamente decisivo. Lo importante será que los Gobiernos, para ser "buenos" y "buena" su acción, queden sometidos a unas reglas -escritas o definidas por nuevos consensos tácitos y prácticos- que dificulten sus excesos y renueven su legitimidad, hoy puesta en entredicho: o los Gobiernos se relegitiman o se deslegitima la democracia en su conjunto. De hecho muchos ataques al Gobierno lo son a "la política" sin más, convertida en pararrayos de toda incertidumbre. En ese marco el esquema clásico del "control parlamentario" no alcanza a dar respuesta a este problema. Ello no es óbice para que la primera regla es aceptar de buen grado el Parlamento como el lugar de la representación de la transacción y de su conversión en ley, así como la reconstitución rápida de las parcelas de opinión pública sustraídas a la libertad por la presión de la crisis. Pero, a partir de ahí, la suma de ideas a las que puede convocarse a la ciudadanía es inmensa: desde las relacionadas con la austeridad, la evitación de corruptelas, la revitalización de la transparencia o la formulación de reglas positivas de acción comunitaria. Me permito incidir en tres ámbitos de reflexión y diálogo: 1) la forma en que se ejerce la dirección económica por los poderes públicos para que las nuevas realidades no refuercen los tortuosos caminos de la burocracia y el amiguismo; 2) la necesidad de definir políticas desde la evidencia, con proyectos estructurados y públicos -quizá haya que cambiar la sacrosanta anualidad presupuestaria-, reforzados por el conocimiento científico, no para esconderse tras él en el momento de tomar decisiones, sino para que éstas aspiren a la racionalidad y favorezcan el diálogo social; 3) entender que el liderazgo se debe basar en la capacidad de difundir conocimiento y en la de establecer alianzas con sectores amplios de la sociedad -en especial con los más vulnerables-: en eso debe consistir la gestión de los intereses generales y no en las decisiones cortoplacistas de los partidos, llamados a protagonizar una nueva época.