Como el resto de los españoles, los valencianos hemos conservado las orgullosas formas internas y externas del tiempo en el que nos sentíamos miembros de una casta real cristiana, conscientes de nuestro innato mérito y de la imprescindible virtud de nuestra mera presencia. Sabemos que aunque en nuestra ciudad hay castas, en algún momento podremos ejercer nuestro poder sobre alguien, ya sea en la reunión de vecinos o pitando a un peatón despistado que cruza por donde no debe desde la inmunidad de nuestro coche.

Nos diferencia de las otras comunidades, y nos salva de las tentaciones secesionistas, nuestra doble ele de lealtad convenciera a cualquier régimen que ostente el poder. Y por otro lado, nos hunde hasta el fondo ese "dejen hacer, dejen pasar" caracterizado por nuestra habitual abstención de interferencia en los asuntos de gobierno que protegen los derechos de propiedad (y nada más) en un completo, puro, incontrolado y no regulado libre mercado dentro de lo público. De ello fue testimonio, por citar solo un ejemplo, aquella parcela cultivada de arroz que la Federación Sindical de Agricultores Arroceros donó al caudillo Francisco Franco, cuya propiedad ostentó un orgulloso cartel hasta el año 2003.

(Minuto veintiocho: la Alameda.) Como en el resto de España, aquí la revolución se ha hecho siempre hacia los de fuera porque nosotros no tenemos jamás la culpa de ser como somos. Los reyes y la alta nobleza (como ahora los grandes empresarios y los políticos) pueden permitirse el lujo de ser afables a ratos o regalar material médico porque saben que eso no permite que el inferior salte hasta su altura. Es un sistema de castas que sólo nos llama la atención en países peligrosos de imitar como Venezuela, donde los abusos los cometen tunantes del pueblo, que en Hungría, donde son llevados a cabo por honorables partidarios de que las mujeres den a luz fetos con malformaciones.

(Minuto cuarenta: la calle Colón.) Que en València no se un hizo planteamiento sincero de ciudad lo revela la celeridad de las ruidosas obras públicas prometidas en la época de Rita Barberá, en la vieja fórmula de financiación público-privada, antes llamada ruta del despilfarro. La gestión suele correr a cargo de consorcios de constructoras, bancos y aseguradoras que incrementan ligeramente el coste real, que no cuenta como deuda pública. Por supuesto, son más esenciales unas que otras y la burocracia es una ruleta que aunque no acierta siempre, suele dejar caer su bolita en el número adecuado.

(Minuto setenta y dos, La Malvarrosa.) Que no se puede acertar siempre en lo público lo han demostrado Isabel Díaz Ayuso dando las gracias a quien la subió a su lugar y a la monjitas o Ada Colau, que tiene que explicar por qué la productora Mediapro cobra 200.000 euros por organizar un concierto solidario en el que cada grupo cobra 1.500. Claro que a ellas las hemos podido ver en sus visitas a pie de calle con sus ciudadanos. Nosotros hemos hecho del desprecio de la ostentación virtud, hasta el punto de que nuestros gobernantes no quieren el populismo del NO-DO, lo que ha implicado su casi total ausencia en la calle. ¿Qué más da la foto ahora que se ve todo? Porque todo se ve más en un estado atípico, hasta el blanqueo de 2.500 millones de euros del impuesto de sociedades a esos países de la Unión Europea que coinciden en no compartir entre todos los gastos generados durante la crisis.

(Minuto doscientos sesenta y uno. Suenan campanas) València no es único lugar donde no existe el nosotros, sino el ese yo más fuerte que en otras Comunidades, porque estamos acostumbrados a la exhibición popular de nuestra felicidad, pero con poca capacidad de autocrítica, que es para nosotros lo contrario a la alegría. No nos sentimos solidarios con nadie y la falta de labor en equipo es determinante en la lentitud de nuestro progreso.

(Minuto cuatrocientos diez, el coche sigue sacando imágenes de fondo) Estas semanas intenté llevar a cabo la promoción de nuestros mercados para evitar las aglomeraciones en los súpers, como ha hecho mi amigo Sergio Pazos en Orense. También organizarnos entre vecinos través del muy competente Colegio de Administradores de Fincas, que quién sabe si hubiera servido para evitar la estampida de niños si también hubiera algún parque entre l´Hort de Senabre y el Jardín Botánico. Pero como no hay dinero para cubrir el mínimo gasto por parte de la administración, he pensado que hacerlo por mi propia cuenta podría ser considerado como una especie de mordida, un trabajo encubierto para recibir favores. No sé si mi prevención se aplicaría en Orense o si los guantes que dan a la entrada el Opencord son constitutivos de relevar competencias públicas, el caso es que he llegado a la misma conclusión que el cordobés Yahya ben Yahya, cuando se le propuso introducir el uso del turbante en España: "Si yo me pusiera turbante, la gente me dejaría solo y no me imitaría." (Al Juxani, juez de la capital del Al-Ándalus, siglo IX). Pues eso, no me imiten y vayan cada uno a sus asuntos, que ya llegarán las vacas flacas. Feliz día de la madre.