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Julio Monreal

Salvem los bares

La multinacional Coca-Cola desplegó hace algunos años una campaña específica para España con el objetivo de promocionar su producto en la hostelería menuda. «Benditos bares» era el lema de aquella iniciativa que subrayaba que en ningún otro país del mundo se vive en comunidad en torno a los bares como en el de la piel de toro.

Quien haya viajado un poco habrá comprobado que el peso de los bares y restaurantes en el paisaje urbano y rural es mayor en España que en cualquier otro punto, porque si hay un denominador común es que éste es un país de bares. Son más de 300.000 establecimientos de este tipo; 1,7 millones de empleos; 123.612 millones de euros de facturación anual; el 6,2 % del Producto Interior Bruto (PIB) nacional. Y no decae su presencia. Entre 2014 y 2019 han abierto 1.700 nuevos locales de hostelería con las distintas denominaciones de bares, restaurantes, cafeterías y otros.

Pero los bares no son solo una estadística. Habrá personas que no lo vean así, pero cada vecino tiene una conexión emocional con uno, dos o tres locales de este tipo. Un buen recuerdo, un sitio que frecuenta con familia o amigos, un espacio en el que se siente como en casa, el lugar al que acude cada mañana a leer el periódico con un buen café humeante sobre la mesa... Algo de eso se podría suscribir en cualquier punto de España pero luego hay peculiaridades locales. En la Comunitat Valenciana se ha planteado incluso con cierto grado de seriedad, que la cultura del almuerzo, el esmorzaret, sea propuesto para su declaración como patrimonio de la Humanidad por ser un elemento que define la vida de un pueblo. Y naturalmente son los bares los espacios en los que se disfruta de esa cultura y de las viandas y bebidas que se acostumbran a consumir en ese rito.

De repente, un día llega el coronavirus y la vida cambia. Más de 25.000 muertos lleva ya esta primavera trágica que por desgracia no parece acabar nunca. Jamás nadie que lo esté viviendo podrá olvidar el dolor, las ausencias, los aplausos de las 8, el confinamiento, el teletrabajo, las videoconferencias de los domingos con la familia y los amigos y muchos elementos más de este infierno que buena parte de la sociedad vive sin sensación de tal. Pero incluso en medio de esta pandemia que se está llevando a miles de veteranos, que sacude por igual a fariseos y a publicanos y que ha abierto un escenario económico y laboral que más parece un precipicio hay que pensar en el futuro, en que un día, ojalá próximo, esta pesadilla habrá pasado y la normalidad, aunque sea una «nueva normalidad», regresará para quedarse aunque sea solo un tiempo, hasta el siguiente cataclismo.

Desde que el Gobierno anunció las medidas de transición a la salida de la crisis (se hace bola lo de la desescalada, palabro que no figura en el diccionario de la Academia pero que va a entrar a fuerza de ruedas de prensa de Pedro Sánchez) muchas han sido las reacciones de los distintos sectores de la actividad económica y social. Y si hay uno que va a estar muy presente en la postpandemia va a ser el de los bares, por los cambios que va a representar en la vida diaria de millones de ciudadanos.

Cerca del antiguo mercado de Abastos de València, en la calle de Calixto III, hay un bar que ofrece según los entendidos (y quien esto suscribe, con permiso de todas las madres) la mejor tortilla de patatas de España. Su interior es una pequeña estancia con una barra en la que una mujer menuda prepara al momento los bocadillos mientras su marido elabora en la cocina anexa su deliciosa receta. Decenas de parroquianos se agolpan cada mañana (no abre tardes ni fines de semana) frente al mostrador intentando atraer la atención de la mujer. En la acera, tres o cuatro mesas de metal bajo dos sombrillas ponen el necesario complemento al negocio, que no acepta más que pagos en metálico para agilizar la agotadora demanda. Ahora apliquen las medidas post-Covid 19 a este pequeño pero exitoso bar. Tuvo que cerrar, como todos, en la medianoche del 14 de marzo, y podrá abrir primero ofreciendo comida para llevar, sin usar la barra, y luego con un tercio del aforo en la terraza, es decir, una de las tres mesas que tiene en la acera. Lo más probable es que la actividad, con esos requisitos aunque sean temporales no sobreviva a la pandemia. Y como ése, cientos, miles de establecimientos de hostelería.

La gravísima crisis sanitaria y la necesidad de no recaer en el pozo de la pandemia obligan, como es lógico, a adoptar medidas de refuerzo de la seguridad en todos los ámbitos, mayores cuanto más frecuentados sean los espacios. Se instalan pantallas transparentes entre veladores para evitar contactos entre los clientes y se extreman las actuaciones en limpieza y prevención. Pero los bares necesitan un plan especial. Ahora es el aforo; luego será la prohibición de comer de la misma paella o de pinchar con varios tenedores en el plato de patatas bravas. Será el fin de una época, de una cultura, que forma parte de la vida diaria de millones de ciudadanos y también del atractivo que esta fachada del Mediterráneo ofrece al mundo, por lo que vienen millones de turistas y miles de estudiantes Erasmus cada año.

Algunos ayuntamientos han aprobado ya bonificaciones y exenciones para los hosteleros, eliminando o reduciendo tasas para terrazas y anunciando flexibilidad en la aplicación de las normas. Los empresarios y autónomos del sector han agradecido los gestos pero aseguran que no son suficiente, que les preocupan temas laborales como la cobertura de los Ertes que necesitan aplicar, y otras cuestiones de la llamada desescalada. Y saben, aunque no se atrevan a proclamarlo ahora, que durante muchos años han sido los malos de la película para muchas administraciones que ahora les regalan los oídos. Ha habido consistorios que han perseguido a los hosteleros para mantener buenas relaciones con los movimientos vecinales, compuestos generalmente por vecinos de la tercera edad especialmente sensibles a determinados comportamientos. La ciudad de València, por ejemplo, ha pasado de la urbe nocturna viva y bulliciosa de los años 80 a un espacio mortecino en el que una congregación de ursulinas se encontraría cómoda. Y no ha sido obra solo de Joan Ribó, que también. Fue su antecesora, Rita Barberá, la que dió los primeros y decisivos pasos de aquella «desescalada» para la hostelería. Los gobiernos de la Nau primero y del Rialto después han rematado la faena con el mantra de ganar espacio público (para peatones y ciclistas) a costa de restringir horarios y limitar las terrazas hasta acogotarlas. Fresca está todavía la voz y la tinta de la revuelta contra el capricho del concejal de Movilidad de eliminar el aparcamiento nocturno en los carriles bus que facilitaban la asistencia de urbanitas y metropolitanos a restaurantes y locales de espectáculos del cap i casal. La «nueva normalidad» tendrá ahora menos taxis y menos transporte público nocturno, las excusas que usó el ayuntamiento para cargarse una buena medida que a nadie hacía daño. Puede que las nuevas necesidades de la hostelería y de la cultura cuando se supere la pandemia abran la puerta a corregir errores como aquel que se cometió y permitan facilitar medidas de apoyo sincero y eficaz a quienes contribuyen a dar vida a calles y plazas y acogen en sus locales y terrazas los corazones en los que late la sociedad mediterránea.

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