No diré que algunos años de ejercicio sean suficientes para abarcar todo lo que implica la acción de educar, pero sí permiten un acúmulo de experiencias que ayudan a reconocer algunas luces de esta profesión, tan infravalorada como siempre en nuestro país. En cualquier momento de conflicto o crisis como el actual se ofrece también la oportunidad de la crítica -del griego "krinein", separar o decidir- que nos ayuda a repensar algunas de nuestras ideas para liberarlas de pre-juicios o clarificar su significado. Y es que "crisis" y "crítica" tienen el mismo origen etimológico. Hoy la docencia puede demostrar de nuevo su eficacia social y lo hace, pero esta utilidad puede verse mal interpretada, manipulada o empequeñecida.

Me gustó el lema que vi escrito en el patio de algún colegio: "Hoy toca aprender a ser personas". Educar, del latín "educere", vendría a estar relacionado con el sentido de orientar al "alumnus" -básicamente, el niño de pecho que es alimentado por su madre- en una determinada dirección, con alguna intencionalidad. Y es que el sentido de la educación no puede ser cualquiera. La filósofa judía Hannah Arendt definía a la persona como "la paradójica pluralidad de seres únicos" ante la cual cualquier intervención debía estar mediatizada estrictamente por el amor, dada esa unicidad única de cada cual que le hace absolutamente valioso, digno de ser tratado siempre como un fin en sí mismo y nunca como medio para otra cosa. Parece claro, entonces, que educar no puede reducirse a un conjunto de tácticas psicopedagógicas o destrezas técnicas, por mucho que estas sean importantes, ni a la mera transmisión de conceptos. Al docente debería moverle algún cierto tipo de amor, en el modo y en su intención, orientarle con algún tipo de fin concreto.

Definir este proceso como el itinerario para enseñar la mera capacitación en algunas competencias básicas se queda corto, o como mucho, es una pobre intención. Resultaría fácil, eso sí, porque para enajenar a una persona -del latín "alien", extraño- adiestrándola para aprender a hacer sólo algunas cosas, es suficiente con enseñarle a golpear clavos con martillos de una determinada manera. Si nuestro objetivo se reduce a proporcionar desde la escuela mano de obra cualificada para un sistema económico concreto, no haría falta nada más. Seamos conscientes, al menos, de que partimos de una comprensión antropológica sesgada, de lo que es y debe ser el hombre. Porque la humanidad tiene una "vocación", del latín "vocatus"; está "llamada" a algo, que, en primer lugar, consiste en realizarse a sí misma, en "personalizarse". El filósofo Emmanuel Mounier, padre del personalismo, entendía que "toda la estructura legal, política, social o ecónomica no tiene otra misión última que asegurar, en primer término, a las personas en formación, la zona de aislamiento, de protección, de apoyo y de ocio que les permita reconocer en plena libertad espiritual esta vocación; ayudarles sin violencia a liberarse de sus conformismos y de los errores de orientación; finalmente, a darles, mediante la disposición del organismo social y económico, los medios materiales necesarios para conceder a esta vocación su "máximum" de fecundidad". La Filosofía y la Ética, que tan poco aprecio encuentran en nuestro plan educativo, son de las materias que más podrían ayudar en esta competencia fundamental no establecida legalmente: la de aprender a ser personas. Serían la herramienta óptima para esta "liberación de conformismos" porque enseñan a pensar por uno mismo, a criticar. En fin... A mí me gusta repetir a mis alumnos que el dinero no va a hacerles felices. Como decía Luis Eduardo Aute, "prefiero amar".