A partir de la pandemia intento explicarme tan extraña e insólita realidad distópica. Así ocurre también entre columnistas admirables. Mi artículo es terapéutico. Uno de mis últimos escritos en Levante-EMV no fue muy piadoso con el profesorado. Si bien mantengo la tesis, porque, como decía, ordenar mis ideas me permite defenderlas con mayor convicción, considero oportuno ofrecer algo de aliento a tantas personas docentes. Es cierto que, en cuestión de un santiamén, se pasó de la modalidad presencial -que tampoco es que sea gran cosa- a la virtual, rodeados de un contexto desnortado y caótico, superado gracias a la entrega de tantas profesionales. No es menos cierto que nadie aplaude al profesorado, un colectivo muy poco valorado, ni siquiera en esta situación tan vulnerable, en donde todo deviene difuminado, desde los horarios hasta la naturaleza de la propia educación. Sé que hay tutoras y tutores en línea directa con su alumnado mañana, tarde y noche. Entiendo la dificultad de trabajar en las etapas de Infantil y Primaria, a menudo sin contar con el apoyo, el respeto y la comprensión de familias. ¡Ah, las familias! ¿No les da la sensación de cierto infantilismo impropio en progenitores cuarentones?

Así que todo mi apoyo a tantos docentes al borde de un ataque de nervios. No obstante, me permitiréis que siga erre que erre con una idea expresada en la anterior columna. Detesto la sumisión. Aborrezco la capacidad acrítica de tantos docentes. Sufro la obsesión por las programaciones, las notas y los deberes. Sigo pensando que nuestra profesión supera la media planetaria de neuróticos. Ningún maestro o maestra debería participar en el sistema educativo sin pasar por el diván. Se precisa de un trabajo psicológico previo: terapia cognitiva, conductual, psicoanálisis, qué sé yo€ Las quimeras de costumbre en otra realidad manifiestan un cierto desorden mental. Una educación de espaldas a la tragedia -a no ser que esto sea, como la canción, puro teatro- representa algún tipo de trastorno obsesivo. Soy docente raso y, desde el lunes 16 de marzo, mi única preocupación es cómo se siente el alumnado, qué tal llevan el confinamiento, si sus familias trabajan o no, si duermen bien, si participan de las tareas de casa o, por el contrario, si reprimen sus emociones y no tienen con quién compartirlas. Usted pensará acertadamente que estas inquietudes no son propias de un profesional, si bien es mi forma de entender a educación. Me importan las emociones, el buen trato y la empatía. Poco más.

En ningún momento pediría un abucheo para los docentes. Suficiente tensión padecemos con la burocracia, precariedad, decretos y el ruidoso silencio del no aplauso. El profesorado no tiene quien le aplauda. Y me indigna. El enfado proviene de la obsesiva insistencia de mantener una falsa normalidad en un sistema educativo incapaz de transformar la vulnerabilidad en oportunidades. Mas este no es momento de deberes ni notas, sino de amar, comprender, escuchar, dialogar y atender las realidades de lo más valioso en la educación: nuestras chicas, nuestros chicos. Que se guarden las neuras y obsesiones para el psiquiatra, como otros hacemos. Y todo mi ánimo a esos docentes, que son legión, dejándose la piel desde la distancia que supone la gélida pantalla.