En estos días de cuarentena y confinamiento, donde se empiezan a vislumbrar las terribles consecuencias que va a tener la crisis sanitaria del COVID-19 sobre la economía de nuestro país, se habla mucho también, como no podía ser de otra forma, del sector turístico. Algunos líderes políticos como Pablo Iglesias, vicepresidente segundo y secretario general de Podemos, han defendido la idea de disminuir su importancia en la economía nacional, dado que la actividad, por sus propias características, genera muchos puestos de trabajo inestables y eventuales. Incluso el propio presidente del gobierno Pedro Sánchez, en una de sus habituales comparecencias en Moncloa para repasar los acontecimientos más destacados de la jornada y las novedades respecto a la crisis, sugiere que la cifra de fallecidos por el virus en nuestro país se debe, en parte, a la actividad turística. ¿Se está demonizando al turismo? ¿Es tan dañino y perjudicial como nos hacen creer?

Los inicios de la actividad turística en nuestro país se remontan al siglo XIX aunque, precisando más en su origen, se empezó a desarrollar como la entendemos en la actualidad a partir del siglo XX. La burguesía, guiada por unos patrones más elitistas, elige el litoral español para sus desplazamientos de ocio y recreo, iniciándose el modelo de sol y playa que posteriormente, alrededor de 1960, se vería consolidado.

A partir de aquí, España se convierte en un país totalmente turístico. Es más, el turismo está ligado a su propia idiosincrasia, y no se podría entender la ecuación sin ninguna de estas dos piezas fundamentales. Como cualquier actividad que se precie, y haciendo uso de nuestro valioso refranero español, estamos en disposición de manifestar que «no es oro todo lo que reluce», y el propio turismo no iba a ser menos.

En general, y tomando como referencia las dimensiones económica, medioambiental y sociocultural, el turismo genera una serie de impactos negativos, no cabe duda. Por un lado, genera incompatibilidad con otras actividades, subida de precios, especulación, incertidumbre laboral y una gigantesca dependencia del mismo, lo que en recesiones como la actual, y en situaciones coyunturales complejas, favorece que la rentabilidad se vea totalmente perjudicada. Por otro lado, el turismo puede favorecer la segregación de las comunidades locales y alteraciones sociales, afectadas por la percepción de aprovechamiento que tienen los habitantes hacia los foráneos que las visitan, especialmente en áreas rurales, y una pérdida de sus propias tradiciones culturales, que se ven banalizadas. Por último, y antes de proveer algo más de certidumbre, debemos recordar que el turismo favorece la degradación del medio, la congestión, la saturación y la especulación urbanística, aspectos que forman, entre otros, parte de lo que se conoce como masificación turística, a la que se proporcionó una cobertura mediática sin precedentes en nuestro país, fenómeno que prosperó básicamente en muchas ciudades europeas, incluidas ciudades españolas como Barcelona, y que se concreta en una repulsa social, conocida comúnmente como «turismofobia», hacia la disminución de la calidad de vida de los residentes.

No podemos olvidar que el turismo, aunque es cierto que vive probablemente sus peores días en España, es un gran invento y una gran industria, calificada por muchos como la «industria de la felicidad», por el placer físico y emocional que implica viajar. El turismo produce un incremento de la renta que favorece un aumento de la calidad de vida, combatiendo y mitigando la pobreza en muchos casos. Según datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) elaborada por el Instituto de Estudios Turísticos para el primer trimestre de 2018, el sector turístico en España contaba con 2.854.775 trabajadores en activo, cifra nada desdeñable, y representa cerca del 15% de PIB de la economía, con una aportación de 176.000 millones de euros anuales, según datos de World Travel & Tourism Council (WTTC). Igualmente, favorece que haya un mayor control sobre los precios, absorbe el interés de inversionistas, fomenta el desarrollo de infraestructuras y equipamientos y contribuye a compensar la balanza de pagos. Por el lado de la dimensión sociocultural, genera interés dentro de la propia comunidad local por su propia cultura y sus costumbres, favorece la rehabilitación y restauración del patrimonio monumental y artístico o fomenta la reciprocidad y el intercambio de visiones y perspectivas dentro del binomio residente-visitante. Finalmente, favorece la conservación de recursos naturales y la mejora del entorno, con la designación de nuevas áreas naturales de gran valor y atractivo, favoreciendo la inclusión de herramientas de planificación y gestión, para tutelar los usos e impulsar conciencia social, en muchos casos a través de la sensibilización.

Por estos motivos, el turismo no tiene, o no debería tener, el carácter demoníaco que algunos le quieren asignar, sino que como una de las principales industrias de nuestro país tendríamos que otorgarle la financiación y los recursos necesarios para su desarrollo, tratando de minimizar sus impactos negativos y maximizar sus beneficios, lo que probablemente nos haría presumir de él. Todo pasa porque empecemos a darle la consideración que merece, con un ministerio totalmente exclusivo, con expertos y personal cualificado a la cabeza de la gestión, porque justo en eso, en capital humano, en innovación y en inteligencia turística, pero sobre todo en ganas, estamos a la cabeza con un gran potencial. Además, sería coherente que los dirigentes escuchen las reclamaciones del sector, y empiecen a trabajar «codo a codo» con todos los agentes, dejando de un lado los intereses personales y las decisiones unilaterales y partidistas, porque el turismo no personifica ningún mal, sino que hay personas oportunistas que así nos lo hacen ver.