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Europa, un cumpleaños en "grupo de riesgo"

La Europa que nació del mito de aquella princesa fenicia raptada por Zeus, el dios de pasiones humanas como todos los suyos, transformado en toro manso, está más enferma que nunca. Desde Creta su progenie creó entorno al Mediterráneo (el mar en medio de la Tierra) una cultura que se expandía, una filosofía que sería luz de pueblos, hoy cuestionada. Y el constructo ideado muchos siglos después de la leyenda, tras la Segunda Guerra Mundial, para dotar a esta península del continente Euroasiático que acabó siendo Europa de un marco de estabilidad y paz, puede salir de esta crisis tocado de muerte.

En el mito inicial de esa Europa que viene de oriente, de allí donde nació la Historia, desde donde el occidente se ve como el lugar del ocaso, está el origen de unos pueblos con cambiantes centros de poder a lo largo de los siglos. Y el espacio geográficamente difuso en el discurso histórico forjó lo que llamamos Europa. De Grecia y el Mediterráneo, los romanos ascendieron hasta Escocia, el Rhin y el Danubio, sin olvidar que el eje de aquel imperio seguía siendo el Mare Nostrum, cerrando un espacio europeo sobre el que presionaban otros pueblos en continuo movimiento. Las fronteras, esas y todas, eran sumamente porosas y el fin de Roma volvió a modificar el territorio europeo. Un nuevo intento de «entidad supranacional» surgió por primera vez fuera del Mediterráneo controlado entonces por los musulmanes; Carlomagno resucitó desde Centroeuropa la idea del Sacro Imperio Romano Germánico con el cristianismo como ideología. Siglos después el proyecto «europeísta» vendría de la mano del emperador Carlos V, pero la monarquía universal católica quedó quebrada con los movimientos protestantes.

Tras la Revolución Francesa una fuerza imperial nueva personificada por Napoleón, fue ahogada por la conjunción de las monarquías amenazadas. La Europa que se dibujó a lo largo del XIX lo hizo siempre entre tensiones gravísimas, nacionalismos emergentes, desarrollo industrial y estados burgueses cuyo equilibrio quedó roto con la Primera Guerra Mundial. Hasta entonces todo fueron proyectos impuestos. Después del desastre, no fue posible consensuar un organismo regulador mundial. La Sociedad de las Naciones fracasó ante el auge de los fascismos y la bota nazi de Hitler, llevando a todos a la Segunda Guerra Mundial. El siglo XX evidenció que Europa seguía, como siempre, siendo escenario de guerra.

Pero también Europa fue madre de un mundo que se hizo global desde aquí. El descubrimiento español de América, la extensión hacía los otros continentes, después de que españoles y lusos circunnavegaran el planeta, fueron hitos indudables. Ellos y otros europeos trasladaron gentes y cultura a todo el orbe, rompiendo incluso los hielos impenetrables haciendo que «el mundo se europeizara aunque nosotros nos peleáramos». En el mismo suelo europeo, ensangrentado en guerras, siempre surgieron proyectos de paz. Los estoicos griegos propugnando un universalismo cosmopolita, «abierto a todos los seres humanos, en el seno de una polis universal» en la que la guerra sería innecesaria. Esa idea se trasladó al Ius Gentium del Derecho Romano. Aunque diferente, la «paz de Dios» auspiciaba en el violento medievo la convivencia frente a las armas, como San Agustín propugnara en la «Ciudad de Dios».

La teoría de la guerra justa, último recurso para la paz justa en la doctrina internacionalista de Francisco de Vitoria en el convulso siglo XVI es otro intento más. Contra el «pacifismo», Hobbes -y no era el único- mantenía que «resulta evidente que la relación entre unos hombres ávidos de satisfacer egoístamente sus necesidades sólo puede desembocar en la guerra perpetua». Pero las ideas de paz continuaron. De todas, la más duradera, la más influyente, fue el opúsculo de Kant en 1795 sobre «La Paz Perpetua» promoviendo «la formación de gobiernos democráticos, la instauración de una federación de Estados libres y la constitución de un derecho cosmopolita» alimento para los nuevos utopistas.

El intento más serio, de raíces económicas, en teoría puro pragmatismo, acabó concretándose en lo que hoy es la Unión Europea, por más que necesitara para llegar a eso tratados varios, normas confusas, avances y retrocesos, velocidades diferentes, muchos papeles y una maquinaria destinada a «inventar» la compatibilidad de identidades colectivas y la multiplicidad de pueblos, creencias, ideologías, lenguas y religiones que comparten suelo. A España, sumida en el debate de su propia identidad, pareció convenirle Europa económica y políticamente, aunque a veces, el juego de algunos estados nos decepcione.

En los orígenes de la UE está la declaración del 9 de mayo de 1950, hace 70 años, de Robert Schuman, el ministro francés de Asuntos Exteriores proponiendo la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero que, aparcando viejas rivalidades «cambiará el destino de esas regiones, que durante tanto tiempo se han dedicado a la fabricación de armas, de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas». Aquel proyecto tenía como actores principales a viejos enemigos, Francia y Alemania, sumándose Italia, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. Creían en una federación europea indispensable para la preservación de la paz y el desarrollo económico. Por simplificar, desde el tratado CECA (1951) se avanzó a la Comunidad Económica Europea (1957) llegando en 1992 al Tratado de la Unión Europea. De los seis países iniciales se llegó a los 27 actuales, incluyendo todavía el Reino Unido. Problemas y carencias al margen, ha seguido adelante, con pasos en 1950 impensables: más instituciones, más parlamento, más reuniones, más normas de aplicación obligatoria, moneda única, fin de fronteras, libre circulación de mercancías y personas, más jóvenes erasmus.

La parte de Europa, que hoy es la Unión Europea, sufrió en sus años de existencia crisis gravísimas. Por citar algunas: la guerra fría, la caída del muro, el fin de la URSS, el auge del islam radical y los estados teocráticos, el peligro del terrorismo internacional con base religiosa, la crisis económica de 1973 y la más grave del 2008, además de la poderosa invasión económica china. En su suelo: la guerra de los Balcanes, una región aún inestable; el encaje de la ampliación al Este; el resurgir de los extremismos, populismos y nacionalismos; la persistente presión de la inmigración de los desplazados por guerras y hambre; el divorcio permanente entre el norte y el sur, visualizado en los peyorativos «pigs»; el Brexit; el difícil encaje de las relaciones con las potencias norteamericana y rusa o con la OTAN, sin obviar la llamada emergencia climática y el envejecimiento de la población que casi hacen «insostenible el Estado de bienestar construido después de 1945». En todo esto, y en más, la UE ha cosechado fracasos y abierto heridas. Pero sigue.

Y entre tantos quebraderos, llega el indeseado covid-19 que amenaza la vida de los europeos, los secuestra y paraliza la economía. Hay un repliegue intrafronterizo. Aún balbuceantes, los países miembros han practicado un incomprensible «sálvese quien pueda» en los primeros momentos, sin políticas eficaces conjuntas y sin un plan que haga perceptible que es más que nunca necesaria la Unión. Amparado cada uno de los gobiernos en su situación interna, a veces por intentar contener movimientos centrífugos o extremismos en alza, han relegado la política europea. Parece que solo sirve en tiempos de bondad. En esta pandemia Europa, por edad, está en «el grupo de riesgo» pero no tiene por qué verse abocada a un trágico final. El 9 de mayo es el Día de Europa ¡qué cumpla muchos más!

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