Mientras el mundo habla de la vida y la muerte y la ciencia se apresura a salvarnos del desastre, la política parlotea sobre lo suyo. Más allá de los esfuerzos de los gobiernos para detener o reducir el impacto de esta peste, con más ánimo que acierto, por lo que se ve, la tenaz lógica del politiqueo se impone a la desgracia. Parece un monstruo con vida propia. De modo que contemplas a la clase política peleando por los espacios de poder, privilegiando los intereses partidistas sobre el interés general, esparciéndose en el autobombo y los fuegos artificiales, rememorando envidias y recelos pasados: cada organización política pretende poseer la razón universal y nadie da el brazo a torcer. Y hasta hay un señor con pinta de profeta que proclama la mística de la Revolución que Marx nunca vio en vida -la que observaron sus discípulos fue un baño totalitario de terror-, como si fuera un Walt Disney cualquiera autocongelado en 1848 (año del Manifiesto, y manifiesto solo hay uno) para despertar 170 años después y comprobar que el dinosaurio seguía allí. Qué importa que la sociedad haya mutado hasta emparentar con la ciencia-ficción. Eso es lo de menos. (Los más antiguos del lugar nos sabemos la filología marxiana como el alfabeto. Seríamos capaces, hasta el límite de la tortura, de reproducir de memoria y sin levantar la mirada La ley de la tendencia a la baja de la tasa de beneficio, la acumulación primitiva del capital, la teoría del valor y de la plusvalía, la composición orgánica del capital, los modos y relaciones de producción, La pobreza de la filosofía y el Anti-Duhring, los avatares del socialismo «científico» y del materialismo histórico. Podemos, incluso, repetir la célebre salida de Marx: «¡Sólo sé que no soy marxista»! Pero no por eso damos el coñazo a diario.)

El de la política, en estos tiempos de zozobra, es un ruido ensordecedor que resuena más porque en el otro lado sólo hay silencio. Entre otros silencios, el de los cementerios. Y es un ruido estéril y parlanchín porque oculta el esfuerzo de la gestión política, que no siempre ha de estar viciada por el desacierto. No siempre. ¿Cómo frenar la desafección de la sociedad con la política cuando se contemplan comportamietos propios de sacamuelas en ciertos líderes de la nación mientras los médicos han de elegir a las personas para tratarlas o desahuciarlas? Centenares de muertes al día, y la clase política despellejándose en el Parlamento como si la normalidad centrara la existencia, fuéramos felices y comiéramos perdices, y hubiera tiempo para estupideces dialécticas. Como si la calamidad no dominara el mundo. Bajo el cielo de la catástrofe de salud pública parecen haber surgido dos longitudes de onda. La real y la imaginaria. No hay diálogo entre ellas. En la segunda residen algunos políticos. Demasiados.

En cuanto a la ciudadanía, cometeríamos un error de análisis homérico si no pensáramos que cumple con sus obligaciones porque el Estado la amenaza con un castigo. Las sociedades surgidas del catolicismo son así. Culpa, castigo, perdón. Y vuelta a comenzar. Compaginan el Leviatán con la cultura judeo-cristiana. Por otra parte, los ciudadanos estamos a lo que diga el Gobierno de turno, dado que puede salvarnos la vida o enviarnos a cultivar malvas a perpetuidad. Depende de si ha comprado suficientes mascarillas o respiradores. O de si ha cerrado a tiempo los espacios públicos. O de si mandó construir en años pasados unas UCI holgadas o se gastó el dinero contentando al socio de turno que le presta los apoyos para gobernar. O de si se ha equivocado en la fases de la «desescalada», o ha recibido presiones para «desescalar» una parte de España y la otra no. De decisiones así depende nuestra vida. Somos rebaño, o una deliciosa curva multicolor. Puros números. Hemos sido cosificados, y hay que rebuscar en la historia situaciones similares para constatar la inmensidad de la tragedia. Pensándolo rápido, el drama judío, los camboyanos bajo el régimen de los Jémeres, etc. Mientras tanto, la política se agota en retóricas huecas, en vicios y prejuicios, en elásticas demagogias. Volvamos a Marx: tenía razón el Moro con la teoría de la alienación, pero vista de otra manera. Si algo deja claro este episodio contra la peste es que nos ha alejado de las conquistas civilizatorias. Y que las libertades hay que ganárselas todavía. «Qué enorme fue el deseo de un nuevo orden humano y qué lamentable el fracaso a la hora de cumplirlo». La frase de Koestler viene al pelo. Si la clase política, en lugar de ser un faro que ilumina conductas, despliega todo el abanico de abyecciones también durante este cataclismo, estamos perdidos. Rectifico. Ya sé que estamos perdidos. Pero al menos podrían los políticos cimentar la democracia en estos tiempos de escasas certezas, resguardarla de los ataques de los nuevos moralistas tridentinos -sin sotana pero con las mismas amenazas- y legarla más sana a las generaciones futuras. (En esta parcela valenciana, el otro día, Enric Morera, negro sobre blanco, pedía colaboración público/privada, seguridad y confianza. Y acuerdos. ¿Acuerdos? Isabel Bonig, Ximo Puig, Toni Cantó, Mónica Oltra, no sé si Martínez Dalmau, todas las cabezas visibles de las organizaciones políticas de aquí, están de acuerdo en ponerse de acuerdo para diseñar el Pacto por la Reactivación. Hasta ahí llega el acuerdo. Después, un viento helado surgido de los intestinos partidistas entumece cualquier posibilidad de abrirse al consenso. Permitánme la obviedad: si no se alcanza al fin, tendrá más responsabilidad el Consell que la oposición. )