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Matías Vallés

Al azar

Matías Vallés

La alarma del Estado

El Decreto-Ley estipula en su cogollo del artículo 28 que "Las autoridades asumirán las siguientes facultades con arreglo al Decreto-Ley que se dicte:

a) Prohibir la circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determinen; la formación de grupos o estacionamientos en la vía pública, y los desplazamientos de localidad, o bien exigir a quienes lo hagan que acrediten su identidad personal y el itinerario a seguir.

b) Delimitar zonas de protección o seguridad y dictar las condiciones de permanencia en las mismas, así como prohibir en lugares determinados la presencia de personas que puedan dificultar la acción de las fuerzas del orden.

c) Detener a cualquier persona si lo consideran necesario para la conservación del orden.

d) Exigir que se notifique todo cambio de domicilio o residencia con dos días de antelación".

Tal vez esta cuarta cláusula haya alertado al lector atento, porque el extracto corresponde en efecto a la Ley de Orden Público dictada por un tal Francisco Franco en julio de 1959. No todos los regímenes son iguales, pero muestran un comportamiento asintótico en condiciones extremas, del estilo de una pandemia equivalente en mortalidad a ciento cincuenta 11M y que todavía no ha saldado el reparto de culpas. En esta situación de precariedad gubernamental, el estado de alarma contribuye a crear la alarma que en principio viene a constatar, derivando hacia el alarmismo. Y la resignación confinada y confiada de la población contrasta con la alarma del Estado, que viene hurtando la magnitud real de las pandemias vírica y económica.

Los españoles salieron de las cavernas y se encontraron un país con la economía de las películas de Berlanga y la media intelectual de los libros de Unamuno. Es decir, la receta perfecta para un estallido al estilo de Hong Kong, con una juventud sobradamente preparada y empobrecida. En la crisis financiera, el dilema se resolvió alentando la fuga de cerebros españoles. Este brain drain sitúa hoy en Inglaterra, Estados Unidos o Singapur a personalidades que serían capitales para afrontar el hundimiento en curso de una sociedad donde no resulta exagerado afirmar que el tráfico mercantil ha desaparecido.

Ha comenzado la fase de playoffs contra el coronavirus. La palabra más pronunciada por la portavoz socialista Adriana Lastra para defender ante el Congreso la perpetuidad del estado de alarma fue "expertos". Los virólogos, epidemiólogos, economistas, analistas de riesgos o psicólogos de filiación indeterminada suplantan a los políticos que representan a la población por delegación directa. El Gobierno de los expertos alimenta un populismo tecnocrático encaminado a escamotear las responsabilidades de los cargos elegidos. Sobre todo, porque no todos los especialistas comparten la sinceridad de Christian Drosten, el gurú de Angela Merkel que en las entrevistas prodiga la expresión "no lo sé" y avergüenza así a colegas más deslenguados.

A escala estatal y autonómica, más de un gobernante se pronuncia con las cautelas de quien previamente ha solicitado consejo a un destacado penalista. Con el tiempo, los políticos descargarán sus culpas sobre el Gobierno de los expertos. El confinamiento de la responsabilidad de los cargos públicos colinda con su conformismo. Las autoridades se enredan en regular los paseos de los perros o los estilos de natación permisibles durante el desconfinamiento, mientras acecha el tsunami económico. La ilusa Ayuso pretende que la solución vendrá de los tradicionales amos del ladrillo, quiere tapar una corrupción con otra.

Las posiciones ideológicas sobre la salida de la pandemia no surgen de la convicción, sino de la simetría. Pablo Casado no espolea un desconfinamiento acelerado, se limita a proponer lo contrario de lo que ofrezca Pedro Sánchez. El PP hubiera apostado a una prolongación del confinamiento, si el PSOE defendiera una relajación acelerada. Aun arrinconados por los expertos, ambos líderes cumplimentan el entrelazado cuántico de garantizar que ocupan posiciones antagónicas en el tablero, pero es imposible y estéril adivinar la creencia real de cada uno de ellos.

Dado que monopolizan la actualidad, ningún experto ha logrado explicar de forma convincente la matanza que ha ocasionado el coronavirus en España. La vicepresidenta Teresa Ribera elevó la ignorancia a sarcasmo, al proponer que Portugal ha salido mejor librado por estar situado más al Oeste que el grueso de la península. Con ministros así, hasta los científicos enloquecidos ofrecen un sólido mástil al que aferrarse. Y si la longevidad del Covid-19 se halla sometida a debate, el tentador estado de alarma para zafarse de conflictos incómodos ha venido para quedarse.

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