Digo Isabel. Isabel Díaz Ayuso. Y cuando digo algo de ella digo que quiso decir lo mal que se entregó a su pueblo madrileño desde la ordinariez, la bastedad, lo hediondo. La estética no es desde luego un valor que suponga hechura, pero tampoco lo es el talento.

Lo es en cambio la necesidad de la escena y su bajeza. De modo que si una presidenta pudo en su condición de ser humilde entregarse a sus ciudadanos con nobleza bien hubiera podido haberse acercado a ellos noblemente. Quizá la vulgaridad la hubiera poblado como no le ocurrió a Esperanza Aguirre en su talento y acaso en su finura. Pero Esperanza, tan desvergonzada, supo entregarse de modos muy agudos, y acaso inteligentes, a los manejos baratos de una mujer que en su basteza se mantiene, queriendo o sin querer, en el vasto territorio de la pandemia.

No se trata de que la tal llamada Isabelita cambie su nombre por otro o dé nombre titular a alguno muy mediocre de los que existen en su partido. Se trata más bien de no saber llamarse si quiera cómo se llama. O quién sabe si llamándose como se llama es capaz de discernir sobre sí misma sin acaso saber lo que los otros son capaces de preguntarle o ella saber qué le preguntan. Madrid se ha quedado sin retrato.

Que la ordinariez se ha propagado y el lenguaje femenino se ha impuesto, no a las más activas sino a las reaccionarias detractoras de la sociedad abierta, vale. Lo que no vale es que se sustenten los grupos de verduleras que lejos de ser mujeres muy discretas puedan ser agresivas. Y no por reclamarse a sí mismas con el valor que encierran, sino por ser machos viejos como viejos machos, o hembras reaccionarias que se multiplican.

Así que ver ahora, a la derecha, involucionada, desde viejos balcones, sin que sus corrupciones nos produzcan hedor, llenándose la bolsa, es como ver la gloria. Pero ni el infierno va a ser gloria ni gloria será el infierno. No creo que el infierno de Madrid pueda llegar a ser ahora el de Valencia, que cambiará el lunes, pero Isabel se llaman las que nombran sus tierras. Y ni son chicas finas ni de amplias cualidades: bastas porque son bastas. Y no creo que nadie las bendiga: Santa Isabel no sabe lo que le toca, ni en Madrid ni en las Cortes Valencianas. A Isabel Díaz no va a llegarle el barrio madrileño. Y hay otra Isabel, a la que le bastará su morada para el ordinario alegato, sin que se le requieran pesetillas. Seguramente porque las que queden por venir las van a meter en casa. Y no sé si a todos y a todas. Con el espíritu divino es difícil que cuenten, pero con la religión económica tal vez sea otra cosa.