Conforme va creciendo la impresión de que el final de la pandemia se acerca, crece el miedo de que nosotros mismos somos nuestros peores enemigos. En las redes que frecuento ha circulado la imagen de «El señor de las moscas», aquella historia de una comunidad de niños perdida que tan pronto se descuidan comienzan a comportarse de forma violenta y perversa. Su autor creía pintar la naturaleza humana, pues era firme partidario del pesimismo antropológico. En realidad, esa pintura era obra de sus propias inclinaciones, una fantasía dominada por el hecho de que aquellos jóvenes, quizá como él, disponían de un supuesto decisivo: sobrevivirían de todos modos. Sólo entonces se permitían conducirse de forma suicida.

Si los comportamientos crueles, insolidarios y descuidados hubieran sido alguna vez toda la naturaleza humana, no habríamos llegado hasta aquí. Ese tipo de comportamiento parece más bien ideado por el aburrimiento y el capricho. El exceso de adaptación dicta ese tipo de comportamiento. Eso explica lo que comenzamos a ver: tan pronto dejamos de sentirnos en peligro, tendemos a comportarnos como los críos que describió Golding. Es una escalada, y comienza por el descuido. Luego viene la mentira, la impostura, el cinismo y finalmente esa falta de confianza que produce asco.

El descuido lo ha tenido el Gobierno. Su coartada, como siempre sucede, impone la actuación opaca. Actuar ocultándose no es malo porque allí crezca siempre la mala intención; es malo, sobre todo, porque se baja la guardia, se percibe mal, se piensa peor y se decide siempre mediante componendas, sin la adecuada presión de la realidad. Eso es lo que ha hecho el Gobierno con la decisión del paso de la fase 0 a la fase 1. Lo único que ha hecho público es su decisión. Ni los informes de los técnicos ni la evaluación de las Comunidades. Solo el acto ejecutivo.

Al negarse a dar tanto los nombres de los técnicos como las explicaciones de los mismos, no estamos seguros de que, además, el Gobierno no haya pasado a la otra fase de la escalada, a la de la mentira. Ahora cunde la preocupación de que la opacidad respecto a la comisión de expertos esté motivada porque tal comisión no exista. Podemos dejarlo ahí. En todo caso, una asesoría secreta es una barbaridad y, con gran probabilidad, una ilegalidad. Un acto administrativo tan decisivo como aplicar el estado de alarma no puede entregarse a un comité anónimo, invisible.

Lo más increíble, sin duda, es la falta de respuesta del Gobierno a este error. Ha dicho que no publica los nombres para que estos ciudadanos no sean sometidos a presión. Esto ronda la mala fe, aunque confieso que a veces la administración trabaja así. En todo caso, es una confesión de debilidad incompatible con la responsabilidad. Se nos viene a decir que si la gente sabe quién decide las cosas, se hace imposible su imparcialidad. Este razonamiento nos llevaría a jueces anónimos. Como tal, el razonamiento indica que se cuenta con que lo decisivo es la presión, el chantaje, la desviación de conducta. Eso, en el momento de la mayor crisis de la democracia española, es echar una pala más de tierra sobre su tumba.

La vida pública ha de serlo de verdad. No valen excusas. Quienes formen parte de una comisión deben poner en manos del juez cualquier presión indebida. Así se acaba todo. Dar por hecho que esas presiones existen e impedirlas con el anonimato, es confesar que no se persiguen, asumir la complicidad con el delito. Lo peor de todo es que esa medida deja a los pies de los caballos a un hombre serio como Salvador Illa. Lleva el debate a un campo en el que ha perdido de antemano. Queriendo proteger la responsabilidad de quienes, para ejercerla, deben dar la cara, lanza sobre sus propias decisiones la sombra de la componenda.

Así se levanta la especulación como forma de conectar con la realidad. Por ejemplo, que en este caso la decisión gubernamental sobre Valencia sea la prueba de la imparcialidad del Gobierno en el trato a las Autonomías. Esa especulación es tan injusta para Valencia como para el Gobierno, y así nos conmociona a todos. La sombra de la duda de que se haya tapado el suspenso debido a la clara deslealtad de la Presidenta de Madrid con el maltrato a la lealtad de Valencia, genera un poso de desconfianza que merece repulsa. Como ha dicho el Presidente Puig con gran acierto, la lealtad no puede confundirse con la sumisión.

Pero que la Presidenta de la Comunidad de Madrid no es leal, se demuestra en que se queja de la opacidad del Gobierno cuando ella nada en medio de un mar de espesa tinta. Ante el mundo entero le ha dimitido su directora general sin que la ciudadanía haya merecido una explicación. Y esta escalada que lleva directamente al cinismo es parte de nuestro problema. Sabemos que los errores que comete el Gobierno en modo alguno serían mejorados por lo que vemos en los gobernantes del PP.

Esto no es alentador, desde luego que no. Cuando las cosas se están controlando desde el punto de vista de la salud, que el Gobierno deje esos flancos menores al descubierto es políticamente catastrófico. Determina una valoración distorsionada del esfuerzo de mucha gente comprometida con el sistema sanitario, y pone en peligro la percepción adecuada de la ciudadanía. Este país necesita no solo un sistema público de salud capaz de protegernos, sino una actuación política adecuada que lo defienda de sus enemigos. Cuando el futuro depende de que la crisis sea gestionada por actores políticos con sentido social, poner en peligro esta posibilidad por cuestiones menores pero escandalosas es erosionar la propia obra de un modo ingenuo.

Todo Gobierno decente tiene en España una misión añadida a la de gobernar bien. Debe mostrar que hay entre nosotros decencia política. Esto quiere decir superar ese cinismo que el franquismo elevó a forma política, en la medida en que hacía lo contrario de lo que decía con toda la desfachatez del mundo, dando la señal de que toda la gente tenía licencia para hacer lo mismo siempre que no pusiera en peligro el estatus del poderoso. La escandalosa foto de la Sra. Ayuso, presentándose como mater amantísima -foto casi blasfema-, cuando ha dado muestras de tenebrosa insensibilidad, es una buena muestra de lo que debe evitarse. Eso no es decente. Un Gobierno que quiera serlo, debe adecuar tanto como sea posible su forma de presentación pública y el propio proceso real de gobierno. Otra opción es suicida.