Hemos recuperado un nuevo aliento de libertad. La pandemia cotiza a la baja. A quienes formamos parte del colectivo mayoritario de personas, -de los 14 a los 69 años-, se nos ha fijado un horario de paseo que se inicia con el alba y continúa con el atardecer. Entre ambos extremos, nueve horas de diferencia y más de medio siglo de distancia. Me cruzo con jóvenes de rostro descubierto y, en ocasiones, atisbo una mirada desconfiada dirigida hacia los mayores que nos refugiamos tras la mascarilla. Para ellos, encarnamos la edad más peligrosa. Aquélla en la que el virus campa con salvaje libertad. Me pregunto si no debería ser al revés: al fin y al cabo, son pocos los jóvenes afectados, aunque sí pueden actuar como transmisores. ¿Somos los mayores la amenaza, lo son ellos o lo somos todos?

Por razón distinta, he recibido trato de favor a la puerta del supermercado. Se me ha eximido de hacer cola. Me evitan una exposición prolongada a la cercanía de otras personas, aunque no puedo evitar el pinchazo de quien se siente invitado a la soledad, aunque sea por un buen motivo.

Los gestos que la pandemia ha introducido hacia las personas mayores intensifican el sentimiento ya percibido en el momento de la jubilación: la de pasar a formar parte de un grupo diferente, definido por esa convención social que son los 65 años. El grupo de los pensionistas. De los beneficiarios del IMSERSO y las medicinas gratuitas. De las múltiples tarjetas con que servicios de transporte y establecimientos comerciales pretenden atraer y fidelizar a una expansiva tercera edad.

Repaso esas bondades que, según dicen los responsables públicos y privados, constituyen una justa respuesta al trabajo aplicado en el pasado. Aunque sin tanta hipérbole, reconozco que ese esfuerzo ha existido y que el funcionamiento de la solidaridad intergeneracional constituye un gran avance respecto a otros tiempos.

Aun así, la aceptación sería mayor si, en situaciones como la presente, no observara lo ocurrido en determinadas residencias destinadas a la tercera edad. El impacto ante lo conocido es aún mayor porque la experiencia de aquí no ha sido distinta a la de otros países. Lo que se denomina sistema sociosanitario tiene mucho más de lo primero que de lo segundo. Quizás no se pueda ir más allá; menos, aún, cuando escasean los recursos y deben fijarse prioridades en la atención clínico-hospitalaria, como ha sucedido ahora con ocasión de la pandemia.

La comprensión racional no impide que aflore cierta angustia: la de admitir que la edad forma parte de los criterios de selección médica en momentos difíciles; quizás no por sí sola, pero es bien conocido que las enfermedades crónicas constituyen compañeras recurrentes de la senectud y que su presencia reduce dramáticamente las posibilidades de supervivencia. En esas circunstancias, ¿cómo negar el respirador a una persona joven para facilitárselo a un anciano débil y achacoso?

Precisamente porque hemos comprobado que la vida humana está sujeta en parte a prioridades externas, cabe preguntarse qué sentido tiene aceptar sin matices la lucha científica a favor de la longevidad per se cuando todavía queda tanto por resolver en el camino hacia una vida que, más que por su extensión, se caracterice por su dignidad. Una vida de calidad mucho más que de cantidad porque muchas de las enfermedades que acompañan a la edad son de una enorme dureza. Destrozan la capacidad cognitiva y la libertad de las personas hasta límites crueles.

Si no podemos amar ni sentir cómo se nos ama, si la libertad quedó en el olvido, la sonrisa desapareció y la belleza de la vida ya no resulta perceptible, ¿qué queda de nosotros como ciudadanos dignos, más allá de la vieja carcasa de un desfallecido cuerpo?

Puede que la ciencia nos pueda transformar en centenarios en el futuro; pero, antes de que ese momento llegue, exijamos a la investigación la paciencia de anticipar logros que permitan un mejor vivir y, al final del camino, un buen adiós. Que, en lugar de desafiar el límite de la vida, la ciencia desafíe el límite del dolor, de la decadencia, del olvido. Que nos busque en el disfrute del presente más que en la ilusión de eternidad.