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Alfons García03

Vivir para contarlo

Pasan los días entre una saturación de cifras, estrategias políticas y ombliguismo. Debería hablar de eso, de estudios que indican que no ha habido tantos contagios asintomáticos como se llegó a temer. Hablar de confrontaciones políticas solo explicables por el afán de buscar rédito a corto plazo y hablar de víctimas que aparecen tarde en busca de un protagonismo perdido. Debería hablar de polémicas que agrandan al situado en el disparadero: Díaz Ayuso ha ensombrecido a Pablo Casado. El gobierno de Madrid puede atraer más foco que la presidencia del PP español. El estado autonómico no es tan débil. Debería estar con todo eso€ Pero este río de la política hace mucho ruido y el caudal es escaso y de potabilidad dudosa. Justo cuando estamos sedientos de agua clara y fresca. Debería decir qué lejos están algunos de la sociedad que los elige, pero no me lo creo. Paso página.

No sé si es el virus, pero tengo la sensación de que esta primavera está siendo especialmente cruel. Casi no hay día en que algún conocido se va. Ahora, Joan Genovés. Recuerdo una última conversación telefónica en las Navidades pasadas. Proyectando una entrevista que no fue ni será. Siempre jovial, abierto, sin atisbo de enfermedad. Pintor al amanecer, sus mejores horas. Pintor de seres mínimos en busca de un sentido. Pequeñas manchas. Pintor democrático. Recuerdo una frase: «Cuanto más mayor y más débil, intento cuadros más grandes». Hasta siempre.

Así pasan los días. Leí el otro día diez mandamientos de la pandemia. Yo solo llego a dos. Que somos historias y que el terror es un destructor de ilusiones. Somos un bidón de historias. Las narraciones, reales o ficticias, nos construyen. Estamos hechos de cuentos, los que nos entran por los oídos, por boca de amigos o desconocidos; los que leemos en los periódicos, protagonizados por personajes que en algunos casos ojalá no fueran reales; los de los libros, canciones, películas y series; los de los recuerdos e ilusiones, y las historias que nos suceden, que no existen hasta que las contamos o escribimos, ese extraño momento en que eres consciente de que lo vivido y lo contado no coinciden. Esa desazón se llama vivir. El encierro ha permitido entender que no hay mucho más, que la vida es cuento.

El señor Alapont no sé cuántos años tenía, pero nos parecían muchos. Vivía en una casa apartada al final de la calle, entre un solar, una acequia y unos cuantos olivos que eran nuestro parque recreativo. Alapont aparecía algunas mañanas con un balón de reglamento y jugaba con nosotros, siempre de portero. Nos recriminaba las peleas y aplaudía los gestos nobles. Un día contó que había sido portero del Villarreal, que entonces era un equipo menor, y que había jugado una eliminatoria de Copa con el Barça. Otro día bajó con recortes de prensa que ensalzaban la actuación de aquel portero. No sé si desapareció él o nosotros, que cambiamos los olivos por los billares. Pero sí, hubo un Alapont que fue portero del Villarreal en 1970 y que nació en mi pueblo. Aquel hombre que a mí me parecía muy mayor tenía entonces cuarenta y pocos años, menos que yo ahora. Hoy debe de ser uno de los que llamamos mayores por si el lenguaje hiere. Alguien del segmento de población más azotado por la pandemia. Una generación a la que se ha robado la ilusión de unos años de gloria al acabar la vida laboral. Viajar, poder almorzar con las amigas en la terraza o jugar al dominó en el casino, una prórroga vital que se tiñe de miedo, con la muerte rondando por las esquinas. Ojalá Alapont pueda contarlo como nos contaba sus gestas de portero humilde. De eso se trata, de vivir para contarlo.

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