Te miro y te me escapas por los ojos.

Estoy a dos metros de tus manos y escondes los brazos.

¿Dónde fuiste en este tiempo?

-Mamá, háblame, ¡soy yo!

La niebla ha caído sobre ti difuminando tus recuerdos. Apenas reconoces tu casa y los objetos que te acompañan.

Sólo tu mascota consigue que reacciones. Mantienes un vínculo extraño con ella. Sigues ocupándote de su comida y soplas con ternura las cáscaras de sus semillas, para que no le molesten cuando come.

Lloro con rabia la distancia, sin que el llanto consiga traerte a mi lado.

Antes de que todo empezara tenías pequeñas fugas, ausencias mentales que preludiaban un viaje hacia quién sabe qué lugar. Ahora no estás.

Un día, sin más, no contestaste al teléfono y llamamos a emergencias para ver que ocurría. No me dejaron ir a consolarte. No me dejaron consuelo. El peligro de contagio era muy grande y tú sumabas riesgos a los años. Te han cuidado bien, se han ocupado de ti, pero te has ido. Nadie hubiera podido detenerte, pero yo no estaba allí. Maldigo mil veces haber estado tan lejos de ti, como si eso hubiera cambiado algo.

Tenía una conversación pendiente contigo, una conversación aplazada que nunca me atreví a empezar. Ahora no podré llorar contigo. Ahora lloraré sin ti.

¿Y qué hago ahora con todas las cosas que callé? ¿Con las que no me dijiste tú? ¿Cómo voy a vivir sin pronunciar las palabras que se nos quedaron enganchadas, a jirones, por el camino?

Recuerdo cuando jugabas con nosotros a comiditas y nos servías café en las tazas. Recuerdo cuando llorábamos juntas la muerte de mis mascotas, y nos acompañabas a que las enterráramos. No hacías aspavientos cuando cavábamos un pequeño hoyo donde depositar la cajita que tú misma nos habías buscado.

Nos llevabas al cine todas las semanas y conseguiste que los Reyes Magos me trajeran el cochecito de bebés color lila. Nunca he llegado a desear tanto un regalo.

Las personas que te cuidan me dicen que siempre estás así, tranquila, y que de vez en cuando sonríes. ¿Qué es lo que recuerdas cuando lo haces?

Me despido de ti aunque me mires con extrañeza. Te repito mi nombre. Sonríes ausente y me desmorono.

No puedo regresar a casa, mi vida se asoma en cada objeto, y con él, tu recuerdo.

Conduzco hasta un bosque dentro de los límites por los que puedo circular. Esta pandemia ha trazado fronteras en el aire y ha conseguido romper cualquier referencia que no fuera el paisaje.

Me adentro a paso rápido hasta que la angustia cede. Poco a poco voy parando y dejando que los músculos en tensión se relajen. Me recuesto en un árbol y mi quietud permite que los pájaros retomen su discurso. Cuando mi respiración se calma, escucho el sonido del viento moviendo las hojas. Escucho todos los sonidos que tiene el silencio en este bosque.

Despierto sobresaltada por el ruido de una piña o una rama, al caer sobre el suelo. Está atardeciendo y me he quedado dormida durante un buen rato. Con todos los sentidos en alerta, permanezco inmóvil y al acecho hasta comprobar que no hay peligro. Tengo en los labios el sabor salado de las lágrimas y la pena derramándose en mis ojos de nuevo.

-¡Mamá! Y el eco se burla de mí.

Regreso a mi vida en la panadería de Carmen.

-Una barra integral, por favor.

-¿Cómo estás? ¿Todos bien?

Y no, nadie está bien. Nadie ha salido indemne de esta plaga, de todas las tragedias de esta tragedia. Todos los míos están vivos, pero mi madre se ha ido de viaje por su interior.

De madrugada, cuando la noche aprieta en la garganta, destilo sobre el papel cada palabra guardada durante años.

Mamá, te quiero.