Una sociedad podría compararse a lo que ocurre dentro de una marmita. El mayor o menor fuego hace que lo que se cuece hierva, se cocine bien con todos sus condimentos o se quede sin agua, esto es, sin oxígeno. Las cosas empeoran si entre los ingredientes se cuela un mal bicho, en nuestro caso un virus. Porque si el hervor sube, un caldo pútrido se derrama, manchando todo de arriba abajo. Fin de la metáfora culinaria.

Ese líquido, al rebosar está corrompiendo en una cadena, que ilustraré en tres fases, la comunicación y la palabra, las propias de la ejemplaridad que corresponde a la relación pública, como diría Javier Gomá, aunque ahora cada vez peor practicada. Se me ocurre que todo empezó en el Parlamento español, cuando un joven llamó «felón» como en los tebeos de mi infancia, a su contrincante político acusándole de «cometer felonía», sin que muchos aún hoy no sepan qué diablos significa eso. Por aquellas alturas de la oratoria entre Señorías empezó la degradación de la palabra. De aquellas lluvias vienen estos barros: el ágora política como una mala ejemplaridad (que nada tiene que ver con aquellos otros tebeos de las Vidas Ejemplares, cuyo último número, en 1974 y con el título «Yo os azotaré con escorpiones», me intriga).

El segundo contenedor (nunca mejor dicho) de maltrato de la palabra y las ideas está perpetrándose en el rectángulo del televisor: tertulianos y locutores («conductores») esgrimen una indiscriminada patente de corso para, como dice el diccionario, atacar barcos de naciones enemigas. Y como la televisión hipnotiza y contagia, el pueblo espectador se arroga libremente esa misma patente.

El líquido continúa entonces derramándose. Esta vez inunda y por tercera vez, las redes sociales, donde imperan las ráfagas anónimas, y hasta la ortografía es masacrada, como demostración de que el otro o la lengua o el bien no merecen mucha consideración.

La crispación está en la calle. Y para muestra un ejemplo: hace unos días (exactamente 58, si la monotonía del confinamiento no me engaña, que va a ser que sí) caminaba yo por Valencia, y un transeúnte me dio conversación. Al pasar un patinete, el viandante lamentó, con voz agria, que algún día un patinete mataría a alguien. Más mata, comenté yo discretamente, la contaminación. Y el peatón, ahora con una voz mucho más agria, de inmediato me gritó: «¡Ya sé a qué partido vota usted!» Menos mal que el valentón, como escribió Cervantes, «miró al soslayo, fuese y no hubo nada».

¿Qué puede hacer el teatro ante todo esto? Pues cambiar la realidad. Ésta es una pretensión que se le niega a todo el arte, como si modificar el modo de ver la realidad y hacerla hablar no fuera ya un modo de cambiarla. En eso el teatro es doblemente poderoso. De un lado, es un lugar privilegiado para la palabra, esa acción hecha con la voz y el cuerpo, que es eficaz si los profesionales del teatro la han preparado bien, y así comunicar aquello que ya empieza en el texto (escrito o no) y culmina en un escenario construido artísticamente. No en balde, en el teatro, como en los balcones, los aplausos son la más palpable expresión de solidaridad. Y de otro lado, es el teatro el arte de reunir gente, es una especie de banquete donde, como diría Aristóteles, experimentar misericordia y temor, sentimientos que hoy resultan más urgentes que nunca. De hecho, no sería la primera vez que el teatro interviene para inventar o reconstruir una democracia.

Hace falta un teatro que imagine el relato que hoy sociedad y naturaleza necesitan. Hacen falta los actores, los más desprotegidos, los últimos de la cola en la crisis. Actores y actrices son necesarios. Os necesitamos. Yo no me conformo con la retransmisión on line. Os necesito. Ahí, en carne y voz. Dando conocimiento y placer, compatibles incluso con la llamada distancia social, o venciéndola.