El pensador irlandés Edmund Burke escribió una vez: "Para que la maldad triunfe sólo hace falta que los hombres buenos no hagan nada", y se refería a la acción, no solamente al decir. Hoy se estima que han desaparecido más de diez mil niños refugiados en Europa desde mucho antes de 2016 y nadie sabe dónde están, que los países más desprotegidos en África, América latina o el Oriente más necesitado van a sufrir muchísimo más que nosotros las futuras consecuencias de esta pandemia, que la industria farmacéutica ha usado siempre a los más pobres como cobayas -todavía lo pretende- y no les va a regalar ninguna medicina gratis como no lo ha hecho hasta ahora, y tenemos muchísimas más certezas.

En los albores del nazismo, la encíclica "Mit Brennender Sorge" (1937) fue introducida clandestinamente en Alemania, y la transcripción de esta alocución radiofónica de Pío XI consiguió alcanzar a gran parte de la conciencia colectiva en aquel país. Sin ánimo de pontificar, debe decirse que actualmente se producen también censuras de otra forma: la desinformación que muchos intentan expandir por intereses espurios tienen igualmente sus objetivos, pero es más difícil evitar su eficacia sin publicar sus vergüenzas. A pocos días de haber celebrado el 75 aniversario de la victoria sobre el nazismo seguimos obligados moralmente a denunciar el abuso y los genocidios encubiertos que se producen, o producirán, en todos los países del mundo a partir de esta crisis mundial que sufrimos, como hicieron muchos alertando de la persecución que sufrían los judíos en 1945. Nadie se hizo eco, lamentablemente, y testimonios como los "Diarios de Ana Frank" fueron el testamento final de todo un pueblo: seis millones de personas. Todavía nos preguntamos cómo fue posible. Cuando se cerró la puerta de Europa a los refugiados judíos tras la infame "Conferencia de Evian" en 1938, el periódico del partido nazi "Völkischer Beobachter" publicó triunfante: "Nadie los quiere". Tuvieron su triunfo mediático. Hoy sabemos que ningún país quiere realmente acoger a nuevos refugiados, como entonces, porque no son rentables, negociamos la solidaridad al regateo por cuotas vergonzosas sin caer en la cuenta de que salvando una vida nos salvamos todos, como afirma el "Talmud", y sin considerar que buena parte de nuestra ciudadanía pagaría gustosamente mucho más, reduciendo o eliminando nuestro presupuesto estatal en otras partidas mucho menos importantes. Hacer llegar esta conciencia al interés de nuestros políticos es ardua labor, porque los pobres siguen hoy sin interesar a nadie. También se afirma en este libro religioso que "el futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela". Al menos a ellos sí podemos enseñarles a preocuparnos por lo que es verdaderamente importante, para no alumbrar una generación superficial centrada sólo en sí misma, rasgo eminentemente infantil según la "teoría del desarrollo moral" de Lawrence Kohlberg, y adquirir la empatía y solidaridad que, curiosamente, para el psicólogo norteamericano son el signo que abre al pórtico de la madurez personal, el paso a un aprendizaje irreversible que nos "personalizaría" para el resto de la vida€ Me consta que ya lo hacemos desde la humilde y pobre escuela que, por sempiterna desgracia -otro gran imposible metafísico en nuestro país-, no está considerada socialmente en absoluto, y menos por la clase política. No somos Japón; allí los maestros están incluso exentos de hacer una reverencia al Emperador, porque saben que un maestro es más importante que un Emperador: sostiene el futuro de la nación como no lo hace ningún gobernante. Es otra evidencia que nos falta. Y son demasiadas.