H ace apenas dos meses, la pandemia de la COVID-19 irrumpió en nuestras vidas de una manera absolutamente inesperada. Y aunque la adaptación de la ciudadanía a las nuevas formas de vivir que se han impuesto ha sido ejemplar, creo que todavía experimentamos cierta resistencia a aceptar que sí, que en nuestra sociedad del bienestar también pasan cosas terribles como ésta y que el día después ya no podrá ser como el día de antes.

Debemos aprender a reaprender. Y, de hecho, desde casa hemos empezado ese nuevo aprendizaje, a marchas forzadas, poniendo mucho ingenio mientras adquiríamos las nuevas habilidades. Desde casa, hemos empezando a construir ese futuro de líneas aún poco definidas, opinando, trabajando, aportando ideas, colaborando, reinventándonos, resistiendo.

Hemos tenido que reaprender lecciones que desde hace mucho tiempo algunas voces ya señalaban como importantes, como inaplazables: las bondades del teletrabajo, por ejemplo, para avanzar hacia entornos laborales más flexibles y amables, respetuosos con la conciliación familiar tan necesaria en sociedades que claman por una mayor natalidad y han de cuidar de sus mayores, un colectivo numeroso. La necesidad, también, de hacer ya, en serio, el cambio de mentalidad que nos permitirá vivir en un entorno respetuoso con las personas y la naturaleza privilegiada que nos acoge en este mundo. El cambio de mentalidad que garantizará un futuro.

Por otro lado, ahora, en el horizonte más inmediato aparece una nueva normalidad en que, paradójicamente, el espacio público, cuanto más abierto, peatonal y libre de coches y aglomeraciones mejor, se nos presenta como la receta para no retroceder en el camino ganado al coronavirus. Y las fórmulas que ya barajábamos en Dénia para convertirla en una ciudad para las personas, con menos tráfico y más espacio público a disposición de todo el mundo, han resultado idóneas para empezar a avanzar con seguridad.

Y en el terreno económico, una vez más, recibimos un aviso sobre la vulnerabilidad del modelo que todavía es el motor de ciudades como la nuestra. Pero también en este ámbito reaprenderemos; lo estamos haciendo ya, desde hace unos años, de la mano de un proyecto ilusionante como el de la Ciudad Creativa de la Gastronomía, que apuesta por el turismo de calidad, pero también por el fomento de otros valores olvidados, como los productos y productores de proximidad, una cultura gastronómica incomparable, el patrimonio, el cooperativismo o la recuperación de oficios tradicionales La puesta en valor, en fin, de lo mucho que tenemos y somos, más allá del sol y la playa.