Le comunicaré con Gandia vía Lorcha y Villalonga. Venga dentro de cuatro horas». Era la información que me proporcionaba una de aquellas «chicas del cable» que, en los años sesenta, regentaba la centralita telefónica de Biar. Así funcionaban las conferencias en aquella época en la que el teléfono era un bien escaso. En la que la recepción de un telegrama constituía el preludio de una desgracia o de una inesperada alegría.

Medio siglo después, las familias nos reencontramos de muy diferentes formas y, entre éstas, Skype ha adquirido una abundante presencia. Si antaño la comunicación entre dos puntos, distantes ochenta kilómetros, abría un capítulo de prolongada espera, ahora la inmediatez permite conectarnos en cuestión de segundos con la costa oeste de Estados Unidos o más allá. Lo que nos separa son los husos horarios, no la distancia.

Pese a ello, cuando formas parte de una sociedad mediterránea acostumbrada a la cercanía personal, al abrazo y los besos, la imagen en la pantalla de plasma resulta insuficiente. Lo ha sido para quienes, durante los últimos meses, no han podido desplazarse a visitar sus familiares y amigos. Lo ha sido, y así sigue, para quienes tenemos algún ser querido en territorios todavía no accesibles.

Sujetos a ese sucedáneo de la relación próxima que es Skype, podemos, al menos, contrastar nuestra situación y la suya. Por ejemplo, que en la brillante California escasean la carne y los productos de limpieza. Que constituye un imposible conseguir mascarillas o guantes. Estados Unidos, epítome de la economía de mercado, estrella de la tecnología vanguardista, ha conocido, de repente, que se precisaba la aplicación de leyes de guerra para que algunas fábricas produjesen lo más urgente y necesario en el combate contra el COVID 19.

La globalización no lo mejora todo. En ocasiones lo perjudica. Cuando se narre la historia de cómo los países y regiones intentaron aprovisionarse, durante estos meses, de los materiales sanitarios más elementales, aprenderemos mucho sobre la voracidad de determinadas empresas. Sobre la desaparición de las reglas de juego habituales en el comercio cuando la especulación resulta posible y el beneficio alcanza el nivel de lo extraordinario. Sobre la lenidad de quienes están obligados a frenar las conductas depredadoras.

Esta crisis, además de revelar algunos excesos de la globalización, ha descarnado la erosión de la competencia empresarial. Se supone que ésta resulta indisociable del buen funcionamiento de una economía de mercado. Entre otras cosas porque, cuando existen pocas empresas y facilidad de acuerdo entre éstas, el mercado ya no cumple su función de asignar adecuadamente los recursos económicos y conducir a la eficiencia productiva, materializada en precios inferiores para consumidores y empresas.

Se entiende por ello que haya existido desabastecimiento de carne en Estados Unidos: sólo cuatro empresas controlan el extenso mercado americano. Como recuerda Jonathan Tepper, la concentración de la oferta no reina únicamente en este sector ni en el tecnológico. El tráfico aéreo, la banca, los seguros médicos, la alta velocidad en Internet, las semillas e incluso la cerveza se encuentran bajo el control de un escaso número de empresas.

Muchos dicen que, tras el COVID 19, ya nada será como antes. La pregunta es: ese después, ¿será mejor o peor? Porque las pasiones humanas, -los animal spirits de Keynes-, continúan siendo las mismas. Ahora, cuando el miedo inicial a la pandemia ha retrocedido, las vemos aflorar en una dirección que no cuadra con la mesura y la prudencia. La «valentía» parece ser un criterio de medida para el buen gobierno. Se cuestionan los criterios sanitarios. La Comunidad más afectada por el COVID 19 pretende erigirse en ejemplo de fiabilidad, al tiempo que alienta un modelo de gobierno libertario. ¿Qué será lo siguiente? ¿La independencia de Madrid?

Ganas dan de aislarse de tanta irresponsabilidad cuando las cifras de afectados y fallecidos sigue su lento pero continuado goteo. Ganas dan de refugiarse en un nuevo Skype que permita sentir lo que representa el cuadro «El abrazo» de nuestro gran Juan Genovés. De extender su simbolismo a un reino más cercano e íntimo, superador de esa pantalla de ordenador que nos acerca y al tiempo se levanta como barrera a la expresión más íntima de nuestros mejores sentimientos.