«Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella, el viajero se deja absorber demasiado por los problemas de la escalada, se arriesga a olvidar cual es la estrella que lo guía».

Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)

L a pandemia pasó y dejó los restos del naufragio en una sociedad imperfecta a la que se le puede sacar más partido colectivo, si existe un acuerdo de reorganización más equitativa de los recursos que tenemos a nuestro alcance. Paseando por la imaginaria playa en la que se han depositado los restos de la catástrofe nos encontramos con un panorama desolador. Años de trabajo han saltado por los aires y se han convertido en chatarra. La secuela más terrible se produce con la pérdida de vidas humanas y, junto a ese drama, el cierre de empresas y sus terribles consecuencias: millones de ciudadanos que pierden una parte de esa denominación y pasan a la condición de parados.

Uno de los destrozos de mayor calado es el que ha afectado a los derechos sociales. En algunos países, con el despido desaparecen derechos como el del seguro sanitario y el del fondo de pensiones. En otros, la globalización del desastre ha convertido en subempleo y trabajadores pobres a miles de asalariados y autónomos que, tras un periodo de incertidumbre, se les ofrece un retorno a la vida laboral en peores condiciones incluso que la precariedad previa al tsunami vírico. El trabajo, uno de los elementos de socialización indiscutible en nuestra sociedad, ha recibido un varapalo de magnitud extraordinaria.

Es cierto, asimismo, que todos los gobiernos no han respondido de la misma forma a una catástrofe sanitaria con las repercusiones económicas que ya se dejan sentir. Para algún gobernante el orden de los factores estaba alterado y les ha preocupado más el impacto en su imagen y en la cuenta de resultados de su país, que en la salud de sus conciudadanos. ¿Y el resto? La sociedad civil, ¿por dónde anda? De momento, se han limitado a ponerse a disposición de los poderes públicos para trabajar directamente con los más afectados. Es decir, lo que suelen hacer con eficacia habitualmente, y el COVID no solamente no ha parado sino que lo ha incrementado considerablemente.

La Fundación Novaterra es uno de estos espacios de encuentro frente a la adversidad, en los que se ayuda a personas con problemas mediante un cambio en el enfoque de las dificultades y en donde se ponen las bases para que se vea la salida del conflicto o la precariedad. El resultado es esperanzador, pero insuficiente, porque solamente somos una pequeña tabla en medio de un mar embravecido, cuyas aguas nos atrevemos a surcar diariamente para enfrentarnos a todos sus peligros. Ahora también queremos, además de rescatar personas al borde del naufragio, sembrar algunos elementos de reflexión que nos ayuden a tener mejores resultados y evitar, o al menos paliar, las consecuencias de los riesgos naturales o artificiales que se reparten de manera muy injusta en el conjunto de la sociedad.

La primera reflexión es obvia. Son los Estados, las organizaciones encargadas de gestionar la propiedad colectiva, la única fuerza con capacidad de construir diques de contención frente a la adversidad, sólidos, robustos y, sobre todo, universales. Ahora vamos a comprobar si, de verdad, se asume un compromiso propio de un país desarrollado como el nuestro y, de una vez por todas, se instaura el salario de ciudadanía. Se trata de un elemento indispensable para combatir la precariedad y es un requisito necesario para dinamizar la economía. Ofrece un dinero para su circulación, a través de una modalidad digna, para aquellos que necesitan un impulso para salir de la zona de exclusión. La Unión Europea debería plantearse de qué manera asume este tipo de iniciativas, y otras similares, para ayudar a los millones de europeos que han sido lanzados al desastre por un virus maldito que, además de matar, condena a la muerte civil a tantas personas.

Un segundo aspecto, del que algo sabemos en la Fundación Novaterra, es el que tiene que ver con la organización del trabajo. En estos días hemos visto cómo se han modificado, a gran velocidad, las condiciones laborales de la práctica totalidad de los empleados. Y que engloban un amplio abanico que va desde cuestiones higiénicas hasta la misma forma operativa de llevar a cabo el desempeño profesional. El famoso ya teletrabajo, con su corolario de videoconferencias y otras fórmulas, antes minoritarias, ha registrado un salto espectacular y, posiblemente, muchas hayan llegado para quedarse.

Esta es una reflexión que conviene tener en cuenta, la capacidad de cambio que tiene una sociedad si se empeña realmente en modificar la forma de atacar los problemas. En estas semanas no ha existido ninguna duda puesto que, a la fuerza y con inusitada rapidez, se han desmantelado equipos de trabajo y se han generado células individuales a distancia. A la vista de estos acelerados aprendizajes que hemos aplicado, posiblemente seremos capaces de seguir con esta fuerza generadora de lo que algunos califican como «innovación social». Podríamos así paliar muchos de los problemas de los más vulnerables, si diéramos un salto cualitativo y cuantitativo hacia la solidaridad que supone trabajar por el interés de la mayoría de los ciudadanos. Solo con ello ofreceremos respuestas adaptadas a los que más difícil tienen su encaje en los sistemas productivos. Seguramente no es ni tan complicado ni tan costoso como lo que acabamos de hacer en apenas unas semanas.

En esta tarea que nos aguarda en el inmediato futuro la sociedad civil tiene un papel muy importante que desempeñar. Debemos estar atentos a la hora de identificar esas zonas más vulnerables y también a la hora de transferir la tecnología social con la que venimos trabajando con resultados esperanzadores. Solamente falta trasladar a los poderes públicos nuestra mano tendida para trabajar juntos en la construcción de una «nueva normalidad», que realmente asuma este concepto, sin las grandes desigualdades de las que partíamos en la conocida como «antigua normalidad».