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Matías Vallés

Al azar

Matías Vallés

Un estado de salud forzosa

El Estado enmascarado se apunta una nueva victoria. La Ley Mordaza del PSOE impone mascarillas de utilidad discutible a toda la población, para certificar la declaración de la pandemia permanente. El Gobierno se convierte en vigía implacable de la salud pública, con el énfasis en el mantenimiento de su capacidad punitiva ahora por motivos de indumentaria. La avanzadilla debe tener su continuidad en las multas a los ciudadanos que en invierno no paseen con un abrigo del grosor legislado. Al arriesgarse a una gripe, están contribuyendo a colapsar los hospitales.

Si la mascarilla es indispensable y no se impuso antes de los treinta mil muertos por la pandemia, se trataría de una omisión criminal. Salvo que sea absolutamente necesaria, vuelve a actuarse arbitrariamente contra la libertad de circulación. Está claro que la mordaza individual irá seguida por la prohibición absoluta del tabaco asesino en cualquier circunstancia, incluida la instalación de cámaras a domicilio para perseguir a los fumadores subrepticios que colapsan los hospitales. Por no hablar de la eliminación del consumo hasta ahora indiscriminado de las variedades alcohólicas, cuyo abuso mata anualmente a más españoles que el coronavirus.

La implantación de un estado de salud forzosa obligará a intensificar la vigilancia en las playas, para interceptar y sobre todo sancionar a los bañistas que se bronceen en exceso. Por supuesto, la matanza anual en las carreteras no puede quedar exenta del celo profiláctico. Reduciendo la velocidad máxima de todos los vehículos excepto las bicicletas a treinta kilómetros por hora, se atenuará una sangría que hoy colapsa hospitales enteros. Adriana Lastra no tendría ningún inconveniente en firmar estas reducciones, ni en declarar al día siguiente que no las había suscrito.

La mascarilla vigente queda incompleta sin un casco protector a juego, porque la nueva uniformidad debe contemplar una homogeneidad cromática. A falta de una derogación "íntegra" de la reforma laboral, el Estado garantiza la salud integral de sus ciudadanos, sin más que cumplir con algunos centenares de constricciones. El viandante, el peatón o el flâneur deben sopesar cuántas normas violan al poner el pie en la calle. En cualquier momento pueden ser obligados a una exigente revista de su vestimenta, y a una indagación sobre sus movimientos. La calle ha dejado de ser el símbolo de la democracia para convertirse en sede de la suspicacia.

A partir de ahora, todo ser humano que circula por la calle es propiedad del Estado. Sería injusto omitir que esta ordenación ganadera, que extiende al conjunto urbano humillaciones privativas hasta ahora de los aeropuertos, transcurre sin el mínimo indicio de protesta. No habrá un motín de Esquilache, aunque el citado ministro se extrañaría ante la proliferación de los ciudadanos embozados que su legislación pretendía erradicar. Incluso en las muertes en solitario ante el riesgo de contagio, o en la prohibición de los sepelios, la autoridad estatal centraliza los contactos para proteger a los ciudadanos de sus invasivos semejantes.

En un par de meses, el coronavirus ha superado en poder a Cristo y Mahoma, porque ha cerrado las iglesias y ha impuesto el velo. Eso sí, sin distinción de sexos, una particularidad inclusiva que debe irritar a los islamistas. Para que las mascarillas sean efectivas, se favorecerán las delaciones dentro del propio hogar y de la pareja. Los países tras el Telón de Acero no andaban desencaminados, cuando fomentaban las denuncias de padres a hijos y viceversa para fortalecer el funcionamiento del sistema. De hecho, ninguna de esas naciones sufrió una pandemia paralizadora.

China ha dejado de ser una dictadura comunista, agravada por el maoísmo. Ahora es el ejemplo a obedecer antes que a seguir, el paraíso del proletariado invocado en cada discurso emulador a cargo de los potentados occidentales. No es casualidad que la mascarilla obligatoria coincida con el vaciado de los parlamentos. Un Congreso a un tercio de su capacidad no escenifica la preocupación por el contagio, sino la despreocupación por la voluntad de los ciudadanos. Ante la propuesta de elecciones regionales en Euskadi o Galicia, ha habido que reprimir el impulso de gritar que "no es el momento de ponerse a votar", el himno de quienes predican que la pandemia debe quedar fuera del ámbito de la política.

El CIS, órgano de máxima obediencia del Gobierno, plantea con fondos públicos una pregunta encabezada por el enunciado de "Refiriéndonos a la situación económica general de España al margen del Covid-19", que equivale a "señora Lincoln, refiriéndonos a la obra representada al margen del asesinato de su marido en el teatro". El Estado desenmascarado recurre a la mascarilla para despistar.

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