Tal y como están las cosas, algunos creen que cada noche es víspera de Halloween. E igual que hubo un tiempo para un capitalismo de casino, me temo que ahora habrá quien practique un capitalismo de ruleta rusa. Y no digo que nadie quiera poner en riesgo la salud de nadie. Matar de un cacerolazo o empitonando con una bandera, puede; pero eso es otra cosa, no hablo de eso. De lo que hablo es del mensaje de que la economía en declive puede causar más muertos que el virus. Idea penetrante porque, en buena medida, es cierto. Pero sólo en cierta medida, porque un repunte grave sentaría peor a la economía, porque ahora tendría una incidencia desigualitaria mayor y porque la destrucción de la precaria confianza institucional es lo que peor sentaría a la economía. Y, sin embargo, el relato de la prisa aprieta. Hay una inercia ideológica: el capitalismo no sólo es un sistema que vence si maximiza el beneficio, sino que debe hacerlo en el menor tiempo posible. Correr o caer. Este es el problema: seguir asumiendo esa lógica cuando todo el entorno ha cambiado, incrementar los mensajes de ansiedad e incertidumbre, situar a la velocidad en un lugar predominante, aceptar como esencialísima la lógica de la competitividad cuando la cooperación sería, en muchos casos, más razonable. Y presionar a la política, a la propia institución o a la de al lado, porque quien no corre vuela.

Esa lógica de la prisa es lo que permite, a la vez, ver a muchos empresarios y dirigentes políticos formular mensajes solidarios y, a la vez, efectuar demandas con tal urgencia que disgregan, en la práctica, cualquier esperanza de restaurar un discurso que pueda aceptarse para constituir una base común de acuerdo y avance. Hay muchos que prefieren avanzar muy rápidos ellos por el bien de la economía; antes que preferir un avance más lento, más seguro, menos costoso en gasto sanitario. Los vulnerables se quedan atrapados, sin alternativa discursiva posible: todo se hará en su nombre pues el horizonte cierto es el paro. Susto o muerte. Por la misma razón los documentos empresariales se centran en demandas específicas para su sector o el predominante en su territorio, y la reducción casi absoluta de cargas tributarias. Yo, que no sé de economía, no entiendo cómo será eso posible. Pero ya verá usted como alguien nos lo explica. Y no es baladí: lo que pase en dos o tres años se construye ahora con la arcilla del relato que vamos modelando. Y unos, preocupados por la política del día siguiente, y otros porque la política se retire al frigorífico, van diluyendo esa apreciación. La pasta es la pasta. Pero la pasta también se hace con razones.

Entiéndaseme: no tengo una solución sencilla a la acumulación de urgencias contradictorias. Pero al menos sé que nadie la tiene. Asumir eso quizá nos hiciera ser más prudentes, menos imperativos, más proclives a la negociación. No aceptar ni el susto ni la muerte. No delegar en una ignota "naturaleza humana" lo que es cultura del beneficio inmediato y desmedido acumulado por décadas, barnizada de un liberalismo autoritario, entusiasmado porque el crecimiento de la desigualdad era la medida del triunfo del sistema. Cuando hablo con gente razonable se me dice que la clave es "ponderar" entre los riesgos de contraer y difundir el virus y la necesidad de normalizar la actividad económica. Uno preguntaría también por la posibilidad de que una buena parte de esa actividad ya no fuera "normal" desde antes, sino que era disfuncional a un crecimiento ordenado sin tanta capacidad de precariedad o destrucción medioambiental. Pero me callo por buena educación y un resto de patriotismo. Prefiero centrarme en el sentido de cuál es el parámetro, el canon comparativo para poder ponderar, porque si cada cuál decide ponderar según sus intereses ya podemos imaginar a dónde va a apuntar la pistola de la ruleta rusa y que va a haber más tiros que en una peli del oeste. Lo que lo mismo es malo para la salud, pero tampoco es bueno para la economía. Mejor susto o susto que muerte o muerte.

Y clásico como soy me atrevo a sugerir coger la Constitución -que todos los nacionalismos de verdad me perdonen tal atrevimiento- y mirar el significado de eso que llamamos "Estado social". Está dicho tantas veces que causa pudor repetirlo. Pero mírense el artículo 9.2, los Derechos Fundamentales, los Principios Rectores, el Título sobre la Economía y Haciend. Hay una apelación constante, un ruido de fondo que remite a la igualdad. Construir la igualdad es el único parámetro consistente, el único que puede justificar correr riesgos en la salud. Porque otorga la libertad -por precaria que sea- de asumir ese riesgo y no lo impone con el yugo de la pobreza tendencialmente extrema. Porque porta la esperanza de que el riesgo alumbre una sociedad mejor por la que merezca la pena arriesgarse. ¿Utópico? Llamar utópica a la Constitución a estas horas tiene su maldita gracia, pero vale. Y esta sociedad desquiciada por la mezcla de estructuras salvajes y virus salvaje es una distopía. Elija usted, señor. Muerte o muerte.

Alguien pensará que esto es un alegato contra la derecha. Lo es. La derecha española es una subespecie de plaga bíblica, aunque nos pasamos la vida agradeciendo a algunos moderados que no te muerdan. Eso no lo vamos a arreglar ahora que huelen sangre. Pero mi diatriba también va para la izquierda realmente existente. Esa izquierda que tampoco sabe, en el fondo, dónde está la frontera entre el susto y la muerte. Porque no ha entendido lo que es el Estado social ni lo que puede ser la igualdad en una sociedad tan compleja como la nuestra, contentándose con promover un Estado asistencial o, por mejor decir con algún filósofo, "pastoral", en la que nuestros líderes cuidan a su rebaño de las acechanzas de los malos, que ya es una pena haber regalado el valor de la libertad a los reaccionarios. No. Igualdad no consiste en atender mejor a los pobres, aunque haya que hacerlo. Pero eso lo podría hacer la derecha. Y las ONGs. Ponerse a pensar en una economía de la igualdad social -que no del bien común- ya es más difícil. Algunos lloraron alborozados porque tanta destrucción traería un neokeynesianismo. Pues no, no va a pasar. El afectar sectores de la economía al sector público, en sí, no garantiza nada. Y la socialdemocracia clásica se basaba en la industria pesada, en el consumo intensivo de combustibles fósiles, en la industria militar, en el miedo a la URSS, en la rendición al imperialismo americano y en los restos, a veces, del colonialismo de sus países. Y no lo hizo mal, sobre todo en materia fiscal. Pero ya no sirve como patrón a imitar. O sea, que la cosa se pone emocionante. Susto o muerte o a llorar por las esquinas. Yo, cada vez más ayuno de referencias sólidas, me apunto a la política. De izquierdas, claro, la de la igualdad. Y tan feliz de no tener seguridades, esa especie de trampas.