Llegará ese día en que al salir de casa no habrá que ponerse la mascarilla. Bye Bye mascarilla. Y cogeremos el ascensor, felices y confiados, sin pensar en ese virus que anda suelto, esperando el momento para saltar sobre nosotros -por supuesto con premeditación y alevosía- y a ser posible, reservarnos una suite, con el permiso de Isabel Díaz Ayuso, en la UCI más cercana. Ese dia llegará. No hará falta que lo anuncien los profetas ni que lo señalen los mapas meteorológicos. Ni que inspire una canción a Bob Dylan. Ni que lo pronostique Fernando Simón, que para entonces, ya estará de nuevo en sus laboratorios y centros de investigación. O a lo mejor escribiendo sus memorias: «Cómo sobreviví al virus, los políticos y las ruedas de prensa de La Moncloa». Para entonces nuestro vocabulario se habrá enriquecido y términos como asintomático, microgotas, hidroxicloroquina, distancia social, mascarilla FFP2, nos serán tan corrientes como pedir unas bravas y unos calamares a la romana en el bar de la esquina, que habrá de nuevo llenado la acera con todas sus mesas y sombrillas. Y habremos aprendido cómo usar la lejía en nuestros alimentos sin perjudicar seriamente nuestra salud. Y a entrar y salir de fase. De uno en uno. Y de dos en dos. Y en el supermercado nos cruzaremos alegremente con nuestros vecinos mientras buscamos el café descafeinado y el arroz tres delicias. Y las cajeras no nos ordenarán con voz autoritaria mientras formamos la cola para pagar.

Ese día llegará en que volveremos a viajar en autobús público como en los viejos tiempos, juntos y revueltos. Y también escucharemos la música en directo y los partidos de futbol televisados cada dia de la semana. Y el VAR y los fichajes estrella. Y eso que llaman los niveles de partículas contaminantes en nuestro espacio y aire urbano volverá, dibujando otra vez esa maravillosa nube de smog en el paisaje de cada día. Como si fuera ayer. Y los pajarillos ya no cantan pero las nubes se levantan. Y los científicos nos volverán a alertar del efecto invernadero y el Corte Inglés de las rebajas de enero. Volverán como aquellas oscuras golondrinas del poeta romántico, las pateras a nuestras playas. Y los muertos sin nombre. Y los funcionarios y el bazar chino de la avenida. Y el repartidor de Amazon no nos dejará, rendido y desarmado, esta vez el paquete en el ascensor y lo volveremos a oír llamando insistentemente a nuestra puerta mientras estampamos la firma en el móvil. Las farmacéuticas nos tomarán la tensión y la glucosa si hace falta. Y nuestro centro de atención primaria ofrecerá ese aspecto bullicioso mientras aguardamos para una analítica. Y hasta es posible que hagamos ese viaje a Florencia (¿o era a París?) que se fue al garete por culpa del dichoso virus aunque tengamos que soportar más controles en los aeropuertos. Caminaremos de nuevo por el paseo marítimo o nos bañaremos en la playa como certificado de la nueva o la vieja normalidad. En uno de los armarios de la cocina dos paquetes de harina para repostería nos recordarán aquellos días en que aprendimos a hacer el bizcocho de limón y el relleno de mouse de fresa. Y quizás un día, una tarde, de repente, nos parecerá oír de nuevo aquellos aplausos que cada día nos unían para poder seguir diciendo estamos vivos. Como dirían, los profetas del ritmo, los Bee Gees.