L a pandemia que aún nos envuelve, y que tanto daño ha causado, ha obligado también a una serie de planteamientos que no pueden eludirse. Ha enfrentado al primer mundo con sus pesadillas más profundas, a un enemigo invisible que se extiende como un castigo inaprehensible. No han faltado, por supuesto, las teorías conspiratorias al respecto, para justificar una suerte de Apocalipsis que separará los fuertes de los débiles, y otras opciones similares, reproducidas infinitamente a través de las ya habituales espirales fake que se hacen virales vía social media. Por contra, una de las cosas que ha evidenciado esta profunda crisis es lo necesario de atender al conocimiento, al aviso de la ciencia, a la verdad de la investigación. De hacerlo sin anteponer otro interés (el que sea) al de la búsqueda del bien común y de la mejora humana. Es obvio que una sociedad que antepone otra cosa a eso necesita reflexionar, aunque sea en los momentos más oscuros: a veces, la brillantez puede venir del desgarro y de la pérdida. Puede matizar la tristeza y hacernos mejores.

En este objetivo, las instituciones ligadas a la educación superior tienen, lógicamente, un papel muy relevante. Desde nuestra universidad hemos querido ponernos al servicio de quienes más nos necesitan. Es decir, de los estudiantes. En nuestro caso, con más de una década pionera en un estilo de enseñanza online totalmente interactiva, la preocupación ha sido envolver más y mejor al alumno en estos momentos a través de un complejo desarrollo virtual que él percibe como sencillo, directo, e inmediato. El claustro se ha volcado en este aspecto, y ha puesto en abierto y a disposición de todos un amplio número de recursos (debates, masterclasses, investigaciones específicas) para ayudar a esclarecer no solo lo qué sucede, sino cómo afrontarlo, y cómo salir de ello, si no renacidos, al menos, sí fortalecidos en los aspectos más sociales y humanistas. Nuestra concepción del uso de la tecnología se basa en cómo brindarla, de hecho, para que mejore la enseñanza universitaria, y el avance social y profesional que se deriva de ello. La enseñanza y la comunicación online, esto ya lo sabíamos desde nuestra institución, cumple ya con las mayores expectativas y estándares académicos, y no sólo ha llegado para quedarse, sino que es un río sin retorno, un camino abierto a través del cual sólo cabe profundizar. Nuestra vocación es brindar lo que ya sabemos a nuestros iguales, a la sociedad y a las instituciones para todo tipo de colaboraciones y de avances. Es lo que entendemos más sensato y justo. Creo que, para las universidades, para la nuestra sin duda, es un momento de honestidad, de apuesta seria y de reflexión a favor de cómo mejorar la vida de la gente y nuestro papel en esa vida. De empujar modelos rigurosos, sostenibles y atractivos, al alcance de quien lo necesite, de que la investigación robustezca las expectativas de nuestro claustro, y de que la tecnología de la enseñanza y la comunicación se abra a la nueva realidad, hasta que la mejore. Rescato ahora, de nuestro último acto de graduación, la referencia que hice entonces a William Faulkner, a su atronador discurso cuando recibió el premio Nobel de Literatura, que se me antoja hoy especialmente pertinente. Decía el gran escritor que la tragedia de su tiempo era vivir con un temor general, un miedo sufrido por tan largo tiempo que se había aprendido a soportar; e indicaba, tras ello, cómo los escritores jóvenes habían apartado los problemas de los sentimientos del corazón humano, pese a que únicamente sobre ellos vale la pena escribir. Sólo eso (insistía) justifica la agonía y los afanes de ese empeño, puesto que en ello están las grandes verdades universales: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio.

Con humildad, yo creo que es necesario invocar este sentimiento ahora, urge no olvidar los ejemplos de esas verdades que hemos vivido durante esta crisis. Es el instante de invocar esas verdades, insisto, para empujar el bien común a través del desarrollo de la ciencia y el conocimiento en el ser humano; empujar para que prevalezca lo mejor de uno mismo a través de esta enfermedad que nos ha envuelto. La educación superior tiene, más que nunca, esa obligación, la de favorecer esas verdades antes referidas, la de hacer que impregnen el corazón de los conocimientos difundidos. Que los avances en la enseñanza sirvan esencialmente para ello, consolidándonos como lo mejor que somos y lo mejor que queremos ser. Una vía para entender este tiempo no como un final, sino como un principio a través del que prevalecer.