La pandemia no nos va a cambiar. Quede por delante mi respuesta a la reflexión que se me plantea desde este diario. Sí que creo, como reflexionó Sartre, que nada ha cambiado y sin embargo todo existe de otra manera. Desde hace tiempo. Desde antes de la pandemia. Desde que dejamos de tener certezas en lo que está por venir y se rompieron todos las evoluciones previstas y esperadas del mundo contemporáneo. Se ha acabado ese mundo.

En el camino que le haya traído a este artículo el lector ya habrá podido comprobar cuál es el ambiente político. Mismas formas, mismos intereses, mismos objetivos. Da igual que llegue una pandemia, se pare por primera vez la economía de manera voluntaria y se hable ahora de reconstrucción, de reencuentro, de resistir, de reestructurar o de reinventarse. No hay repolítica. Recuperamos, renovamos y redoblamos el mismo tacticismo ruin al que ya estábamos acostumbrados. Da igual principios políticos: se impone por encima de la ideología la tendencia, el oportunismo o el interés estratégico.

El escenario político previo a la nueva normalidad ha dejado demasiado espacio a viejos aliados de la política española: el odio y la mediocridad. Pocas cosas corrompen a un pueblo tanto como la costumbre del odio, y no se atisba intención alguna de confinar el frentismo político para aplanar la curva del odio y la mediocridad.

La política ha perdido las palabras grandes. Ni habiendo mirado a los ojos a la vulnerabilidad humana hemos levantado de momento la mirada para volver a la política que une. Se nos había olvidado el trabajo comunitario, el cooperativismo político. Seguíamos manejando más el problema pasado que la reflexión del futuro, con la única esperanza de haber encontrado una vacuna universal para la política que cuida de lo común, de lo público. Esperemos que sea efectiva, porque de momento solo se ha probado en estado de alarma.

De momento asumimos este rebrote del populismo, el que se creció en las últimas convocatorias electorales. El que ha revivido desde lo más oscuro de nuestra historia y no ha venido de China. El que se viraliza con el mal de la apropiación, hablando en nombre de un país o de una Comunidad en la que no creen. Los que dan respuestas simples a problemas complejos. No olvidemos que los eligieron por ser como son y para hacer lo que hacen. No responden a nada, sino a la consecuencia social de haber avivado entre todos el miedo y el odio, anteponiendo las entrañas al cerebro.

Las grandes crisis dejan normalidades políticas complejas. En la del 29 del siglo pasado el camino del día después podía conducir hacia Roosevelt o hacia Hitler, por si a alguno se le ha olvidado qué consecuencias políticas puede conllevar una crisis mundial.

No nos queda otra. La unión política también es una medida de protección contra la crisis, aunque cueste creérsela en estos días de ensordecedor ruido político. El diálogo debería ser una convicción política, no un recurso por intereses propios o de partido. Tendría que ser un principio inalterable para cualquier representante electo, que busca el consenso y huye del arrojismo político, ese que hace válida cualquier propuesta, cualquier idea, cualquier titular, que pueda ser arrojado contra el adversario de turno.

Hay esperanza, aunque cueste verla. Hay esperanza porque se ha visto en estos días cómo miles

de políticos de pueblo de todos los colores gestionaban sin manual de instrucciones ni equipo de expertos y a pie de calle una crisis sanitaria provocada por un enemigo nuevo, invisible y desconocido. Miles de alcaldes y alcaldesas que con sus reducidos equipos de concejales y concejalas sí que han antepuesto el interés común y el consenso político para ser más fuertes y efectivos durante la crisis. Mi reconocimiento y mi agradecimiento a todos ellos.

Bienvenida nueva normalidad política. Decía el filósofo Walter Benjamin que la felicidad consiste en vivir sin temor. Ese miedo es el que debe erradicar la nueva normalidad política. Ese odio. Ahora que dicen que se ha reducido tanto la distancia entre líderes y liderados trabajemos más todos, políticos y medios de comunicación, la inteligencia colectiva de la sociedad para desterrar la política homeopática en la que algunos creen pero que se ha comprobado su ineficacia para conseguir la prosperidad, aunque como comentó recientemente todo un premio Nobel como Finn Kydland, la enemiga de la prosperidad es la incertidumbre que genera la mala política. Tomemos nota.