Han pasado unas semanas desde que unas nuevas siglas científicas entraran como un ciclón en nuestras vidas y apenas somos capaces de percibir lo que se nos viene encima. Difícil, muy difícil aventurarse en ejercicios de prospectiva. Como señalaba recientemente Jürgen Habermas, «en esta crisis debemos actuar en el conocimiento explícito de nuestro no conocimiento». Pero esta constatación, que debería hacernos más modestos, no puede llevarnos a la parálisis. Algo hay que pensar, porque algo habrá que hacer. La inmovilidad es la peor de las soluciones.

Si tuviera que señalar una certeza desde la que partir, como Descartes, diría que el virus se muestra como un acelerador de tendencias que ya estaban presentes entre nosotros. Lo que iba mal ha ido a peor. Admitir esto nos permite aventurar alguna perspectiva de futuro aunque, paradójicamente, sea echando la vista atrás.

Hace años que se viene señalando la falta de unos mínimos mecanismos de gobernanza universal en un mundo globalizado que comparte muchos problemas. Inexplicablemente, los últimos tiempos han mostrado cómo se trabaja para aislar y hacer más débiles los escasos instrumentos de acción multilateral. Se dispara contra la OMS, la OMC, la ONU, el FMI o cualquier grupo de coordinación, de trabajo o de acuerdo entre estados. Así, cuando llega un enemigo común, se aprecia la desbandada y el sálvese quien pueda. Ni siquiera Europa se salva de esa actitud. Una actitud que se hizo patente con el drama de los refugiados y que escribe su último capítulo con la amenazadora reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán.

Nuestra realidad más cercana se desenvuelve en un estado compuesto y descentralizado, donde han venido fallando los más elementales hábitos de negociación en la toma de decisiones. La falta de colaboración y hasta de la mínima lealtad institucional han degradado hasta límites inaceptables la aplicación de los principios de cogobernanza. La progresiva polarización política no facilita respuestas institucionales adecuadas a la gravedad de los problemas. Hoy nos cuesta hasta elaborar estadísticas homogéneas para el seguimiento de la enfermedad.

Tampoco son nuevos los fenómenos de desestructuración social que ha traído el modo productivo y de consumo imperante. Cada vez son más las personas que viven al límite, con trabajos precarios, intermitentes o hasta malviviendo sin ellos, pendientes de las limitadas ayudas públicas. Hemos llegado a una sociedad donde cada vez se aprecian más las diferencias entre quienes viven en la seguridad de la riqueza o del empleo fijo, que es una fortuna en estos tiempos, y los que zozobran en la angustia del no saber qué pasará mañana.

Mirar al futuro obliga a mirar al pasado. Hay que pensar cómo hemos llegado hasta aquí, antes de la llegada del virus, porque lo que teníamos no funcionaba. Se veía de manera nítida en las situaciones más precarias, pero no era evidente en los muchos que vivían al día, aunque vivieran bien. Hoy, todo está mucho más claro y la amenaza nos abruma.

El cuadro descrito daría para poner el mundo patas arriba, pero no podemos caer en un exceso de voluntarismo o de ingenuidad. Nuestras capacidades dan para lo que dan. Cada uno, en su nivel, debería empezar por poner en práctica algunos remedios. Acciones de esas que llaman poco la atención pero que van sumando mejoras en la vida de las personas. Cuando no se tiene nada, el mínimo vital es la diferencia entre la vida y la muerte. Antes del virus había ya personas que no tenían nada, pero me temo que, dentro de muy poco, van a ser muchísimas más. Las instituciones tienen la obligación de facilitarles ese mínimo imprescindible para que una vida humana pueda calificarse como tal.

El problema es que, hasta ahora, no hemos sido capaces de hacerlo. Complejas y rígidas organizaciones administrativas, procedimientos laberínticos en el diseño de las ayudas y una inaceptable falta de cooperación entre actores políticos lo han hecho imposible. Instrumentos loables en su concepción, como las rentas de inclusión, las prestaciones a los dependientes o las ayudas a la vivienda, llevan años mostrando las graves carencias de su puesta en práctica. ¿Qué va a ocurrir cuando tengan que multiplicarse? No es sólo cuestión de más dinero, que también. Hacen falta muchas más ideas. Si no queremos cerrar los ojos a la realidad que veníamos sufriendo, tendremos que concluir que es cuestión de evaluar, sin triunfalismos, lo que hemos estado haciendo y de rediseñar organizaciones y procedimientos para hacerlos eficientes que, de momento, no lo son.

Desde la preocupación por los derechos más elementales de los que van a recibir los golpes más duros, no puedo dejar de pensar en actuaciones que están al alcance de nuestra mano. No podremos arreglar el mundo, pero algunos cambios pueden ayudar a aliviar cargas insoportables. Intentarlos es un deber moral apremiante.