El ruido y la contaminación se han convertido en elementos a tener en cuenta si queremos mantener un cierto grado de bienestar en nuestras ciudades. Ningún ser humano con dos dedos de frente discutiría esta afirmación. Hay que reducir los niveles de contaminación, cambiar nuestra forma de vida para lograrlo y también hay que esforzarse en minimizar el impacto negativo que las molestias contínuas puedan generar en nuestros barrios.

Pero como sucede en muchos aspectos de la vida, y concretamente en la toma de decisiones políticas, la insistencia desmesurada en defender una idea y repetirla hasta la saciedad, acaba por polarizar las posturas y provoca que se llegue a distorsionar la realidad. Y ya sabemos lo que sucede cuando se exigen respuestas a los gobernantes desde una posición de razón absoluta y desde una falta de empatía manifiesta; el problema que plantean unos pocos, pero peleones, acaba por obligar a adoptar soluciones que fastidian a la gran mayoría.

Valencia es una ciudad mediterránea con más de 300 días de sol al año. Con unas gentes, las de aquí, que han sufrido más durante el confinamiento que las de cualquier otro país del mundo porque confinarse y aislarse va contra nuestro carácter y contra nuestra manera de entender la vida.

El pase a la fase 1 de la desescalada ha devuelto la emoción a muchos barrios de nuestra ciudad. La gente sigue siendo responsable en su mayoría, sigue cumpliendo las medidas de seguridad y sigue siendo consciente de que el peligro sigue estando ahí fuera. Pero el mero hecho de poder reunirte con hasta nueve amigos en una terraza de tu barrio ha supuesto el mayor chute de alegría y adrenalina experimentado en mucho tiempo.

Las ciudades no pueden vivir confinadas y sin ruidos de manera permanente. ¿Alguien puede imaginar Times Square en Nueva York sin sus luces de neón? ¿El Barrio Latino de París sin sus famosos cafés? ¿O el Soho de Londres sin sus fiestas drag? La humanidad ha sido capaz de diseñar espacios diferentes en los que vivir y convivir. Algunos llenos de vida y ruido y otros silenciosos y relajados. Pretender invertir las condiciones de cada lugar, es ir contra natura.

Valencia también es una ciudad que recibe cientos de miles de turistas al año. Turistas que buscan aquello que no tienen en sus países; el sol, el buen clima y la buena gatronomía. Privarles a ellos y privarnos a nosotros mismos de estos placeres no solo supondría un revés anímico para todos, sino que también provocaría el estancamiento de buena parte de nuestra economía.

La reducción de las terrazas de manera drástica en Ciutat Vella, sin haber dialogado y consuensuado nada con los vecinos, al menos no con todos los vecinos, no solo dibuja un panorama desolador para nuestro barrio sino que saca a relucir el sectarismo con el que actúan el alcalde y los concejales de movilidad y comercio.

No se entiende, de ninguna manera, que una única asociación, por lo visto bastante afín al color político del alcalde y, sobre todo, a las ideas regresionistas de sus concejales estrella, haya logrado imponer sus tesis, más bien diría sus doctrinas, a todo un barrio que rebosa vida por los cuatro costados.

No logro entender qué sentido tiene privar de su terraza a los restaurantes de la calle Roteros y, al mismo tiempo, llenar de mesas y sillas la calle de María Cristina donde antes había estaciones de transporte público. Este tipo de decisiones, además de contradictorias, reflejan que no se tiene un plan claro y definido sino que se actúa a salto de mata y con el dopping que supone tener lobbies de presión afines a tí. No quiero pensar que la distribución de las terrazas por el barrio responda a un criterio de comodidad para unos pocos y que no se contemple el caos que han creado para la gran mayoría con terrazas amontonadas frente al Mercado Central y sin ningún punto de transporte público en toda la zona.

No creo que defender el interés general de todo el barrio sea aislarlo del transporte público, reducir las posibilidades para el crecimiento económico que ofrecen el turismo y la restauración y condenar a sus vecinos y vecinas a vivir en un barrio dormitorio en el centro de la tercera ciudad de España.

Me pregunto qué será lo siguiente, ¿poner vallas, controlar el aforo de gente a nuestras calles, establecer cupos con puertas de entrada y salida vigiladas? Miedo me dan aquellos que convierten su obsesión en su forma de vida sin mostrar el más mínimo ápice de empatía. Si siguen dándoles cancha, seguro que nos encontraremos con propuestas tan descabelladas como ésta. Al tiempo.

El sector hostelero es un reclamo seguro para que la gente se acerque a Ciutat Vella y, de paso, entre en nuestras tiendas, comercios, museos y teatros. Los centros de las ciudades deben ofrecer dinamismo, mestizaje, cultura y sobre todo, vida. Quien prefiera el silencio monacal y la vida reflexiva, debería plantearse cambiar de aires o de actitud en vez de pretender que soplen rachas de tristeza en toda una ciudad.