Dado que una considerable porción de la clase política ha decidido despeñarse por el abismo, la sociedad no tendrá más remedio que ocupar su hueco. De hecho, lo está haciendo ya, con iniciativas cada vez más jugosas y desafiantes. Si la espeluznante crisis de salud pública ha exhibido un catálogo muy variado de miserias políticas, ¿qué esperar de una gestión racional de la depresión económica paralela cuando ésta empiece a rugir dentro de nada? ¿Más de lo mismo? El Gobierno es un águila de dos cabezas con enormes contradicciones y debilidades y el resto del arco parlamentario y extraparlamentario se ha constituido en una orgía de la descalificación y del grito sin importarle la tregua que proponía el seísmo sanitario: que hablara la ciencia y que guardara silencio la política.

El cataclismo surgido de esta peste exigía acuerdos, unanimidades -las mismas que se le ha reclamado a la ciudadanía-, el olvido circunstancial de las rencillas supernumerarias. La epidemia ha hecho atronar todo lo contrario. Ha desnudado a buena parte de la clase política concentrada en Madrid y la ha dispuesto bajo los focos y sobre una lente inmensa, de modo que cada detalle, cada gesto, cada palabra se tornaba enorme, y las vergüenzas iban venciendo a las virtudes ante los ojos de toda España. A nadie se le ha escapado nada. Echenique y Simancas, aprovechándose de la inestabilidad sanitaria para golpear a Ayuso. La presidenta de Madrid, exprimiendo la crisis para ampliar su liderazgo, elevar denuncias «políticas» al Supremo, cruzarse el sable con Ciudadanos a cuenta de no se qué piso. Iglesias, abundando en el premarxismo infantiloide: el mundo se divide en dos, pobres y ricos («Siempre habrá pobres entre vosotros», decía Jesucristo, a lo que D'ors respondía: «esperemos que no sean siempre los mismos»). Los catalanes de Rufián, arrancando más poder para Cataluña o para sí mismos. El PP, erosionando al Gobierno y jugando la baza política del futuro como si no pasara nada (la estrategia del PP en la catástrofe es del todo equivocada: debía de haber ocupado un lugar central, el papel de «partido de Estado», elevándose hacia el interés general, postergando la pancarta y los tonos desairados, y en cambio ha deambulado por caminos frentistas que le radicalizan y le proyectan hacia un imaginario en el que sobresale sólo su ambición). Sólo faltaba la agitación en la calle y la desobediencia civil, que a poco que nos descuidemos recordará a la de Weimar, en plena pandemia y con los cementerios llenos.

Con la mitad de la esfera política discutiendo sobre cosas alejadas del drama sanitario, exceptuando a un sector del Gobierno, ¿quién piensa, en ese ruedo madrileño, atolondrado e inicuo, en proporcionar soluciones para salir de este atolladero? ¿Cómo puede administrar el caos el caos mismo? El espectáculo ha sido deslumbrante. Lo es. Que el gobierno, para prolongar la alerta sanitaria, haya de buscar apoyos a fuerza de regatear concesiones políticas -extrasanitarias- cuando nos hallamos en una emergencia sanitaria indica el nivel de ensimismamiento o degradación al que asistimos: poco ha de importar la epidemia cuando cada actor mercadea las cuestiones más inverosímiles como si la diabólica enfermedad se hubiera retirado ya o nunca hubiera existido. Basta citar el episodio de la derogación de la Reforma laboral para testimoniar el acrisolado monumento a la infamia: aquí se canjeaba un asunto ideológico por una prórroga temporal determinada por los científicos. Y vuelvo a lo de antes. Porque, en definitiva, lo que se ha visto hasta ahora es eso mismo: el gigantesco divorcio de la ciencia y la política. Mejor aún: la escasa consideración que tiene la política de la ciencia. Y otra cosa más nefasta, que ha emergido en paralelo: el monólogo constante en el que parece habitar la política. Es como si estuviera encerrada en un círculo endogámico y se rebelara contra la sociedad de la que emana. O como si escuchara a la sociedad como quien escucha el ruido de una motocicleta lejana mientras hace la siesta. Desde luego, a la ciencia no le hace ni caso, basta observar los presupuestos. A no ser que se encuentre en un apuro, como ahora el Gobierno.

Es cierto que ese griterío madrileño baja atenuado hasta esta periferia, acorazada ya ante los excesos mesetarios. Quién iba a decir que, en la tierra del «desficaci», nos íbamos a mostrar hoy más maduros y sensatos que los padres de la Patria allá en el Castillo famoso. Y en contra de nuestra propia identidad, que es muy chocarrera. Que la Comunidad Valenciana, en cambio, se haya quedado en la fase uno por decisión propia inaugura toda una declaración de principios. Uno no entendió el enfado del presidente Puig cuando Madrid nos dejó en la casilla cero, pues la prudencia, cuando hablamos de vidas y muertes, equivale a la honradez. Sin embargo, la voluntad de no ascender ahora en la escala sanitaria coloreada por el Gobierno no sólo resulta inédita sino que acredita la opinión de que la supremacía de la salud y la ciencia resulta incuestionable y está por encima de otros parámetros sociales, como no podría ser de otra manera. La economía bien puede esperar unos días. La vida antes que la bolsa. El que la oposición de Bonig y Cantó disienta de esta decisión del Consell sin exhibir los trances histéricos y leoninos de sus homólogos madrileños subraya su compromiso con la responsabilidad en unos tiempos marcados por los enigmas y las atrocidades.