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El canario y el gato

¿El canario está seguro en su jaula? Se podría decir que sí, pero no; no, si lo dejamos al cuidado del gato

El felino se parapetaba delante de la jaula, al acecho, vigilando cada uno de los movimientos del canario. Le bastaba su mirada fría y transparente para tenerlo paralizado. Le llegaba con contonearse un poco alrededor de la jaula para hacerlo temblar y para que perdiera el equilibrio. Con una sacudida de rabo, le era suficiente para que dejara de cantar. Cuando el micho erguía el cuerpo y electrizaba su pelo, el pájaro sabía que algo iba a ocurrir y, con la cabeza debajo de las plumas, se preparaba para lo peor. Si en un despiste del micifú lograba deslizarse por los barrotes para ir a por el alpiste, un metálico aullido lo hacía retroceder en su intento. Osar el vuelo, significaba zarpazo seguro. Como ya no cantaba y no podía contar sus penas, nadie reparaba en él, nadie le preguntaba por su vida. Era un pájaro invisible en su jaula. Solo ante el terror.

Sin embargo, a pesar de todo, el canario, poco a poco, se fue acostumbrando a su nueva vida. Y le empezó a parecer normal eso que le estaba pasando; incluso le había cogido cariño al gato, pues, pensaba, lo podía haber matado y no lo hizo. Le debía la vida.

Hasta aquí el canario. Ahora el niño. El niño, la niña, el adolescente conviviendo con la persona que en lugar de cuidarlo y protegerlo, le hace daño y maltrata, lo insulta, humilla, castiga severamente, empuja, golpea, ejerce violencia de género contra su madre haciéndole víctima también de esa violencia o simplemente le ignora, como si no existiera.

Según el Informe de la ONG Save the Children "Más me duele a mí ", en España, más de un 25% de los menores ha sido víctimas de maltrato en el hogar por padres, madres, o cuidadores principales, en cualquiera de sus manifestaciones. Según sus cálculos, unos dos millones de niños y adolescentes han sido víctimas de maltrato, si bien se desconoce la dimensión real del maltrato pues las denuncias son solo la punta del iceberg de las agresiones.

Afirma Unicef que en los últimos años, en España, se asiste a un aumento muy preocupante de malos tratos familiares sobre menores. Preocupación que para todas las organizaciones de defensa de la infancia, se hace extrema con el confinamiento provocado por la pandemia del Covid-19, pues ha facilitado las condiciones para que haya más violencia que nunca y para que el maltrato oculte, todavía más, su rostro.

No es extraño. Muchos de nuestros niños se encuentran en sus casas, sin escapatoria, ante el dominio omnipresente de su maltratador. Sus contactos exteriores -amigos, centros escolares, profesores, cuidadores, pediatra, familia?-, todos los que les podían aliviar sus penas, todos los que podían detectar o prevenir el abuso, todos han desaparecido de golpe .

Y así, con el estado de alarma se han apagado casi todos los radares de detección y prevención existentes frente a la violencia infantil. Y como consecuencia de ello, ha quedado suspendido el trabajo de los servicios especializados en violencia a menores, quedando solo el apoyo telemático que resulta insuficiente de los programas de intervención familiar. Servicios que están trabajando a mínimos pues solo pueden intervenir en casos graves que impliquen un riesgo inminente para los menores.

No es baladí pues, afirmar que el confinamiento ha dinamitado la aplicación de la Convención de los Derechos del Niño que establece la obligación de los Estados de proteger a la infancia frente a cualquier forma de violencia, abuso o explotación.

Y mientras tanto? los niños...sus lágrimas, sus miedos.

Solo la urgencia de la medida, su falta de precedentes, el hecho de que la lucha contra la violencia infantil nunca haya sido una prioridad política y la falta de conciencia social al respecto, pueden explicar, pero no justificar, que en este estado de alarma hayamos podido encerrar en el mismo domicilio a lo más tierno de la sociedad, a lo más digno de protección, con lo más salvaje y deleznable de ella. Cual canario en jaula con gato agresor.

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