Nunca comprendí del todo la frase que Ortega solía repetir a partir de 1932, cuando se decepcionó de la República y disolvió la Liga al servicio de aquel régimen. Desde ese momento argumentó que la función del filósofo era callar. Es más: dijo que la única manera de demostrar la condición de filósofo era enmudecer. Tiene cierto sentido que en un momento de violencia retórica creciente, el filósofo rechace entrar en el juego. Cuando todos gritan, se hace notar quien calla. Sin embargo, creo que tiene más sentido perseguir, en medio de la tormenta, una posición con perseverancia y sin perder las formas.

La conversación política en España se viene degradando desde hace tiempo, pero en las últimas semanas se han disparado las alarmas. La violencia verbal y física, la apropiación de símbolos de Estado, la degradación de la actitud hacia el otro, quizá presenten al ánimo la tentación por la que Ortega se dejó arrastrar. Pero si analizamos bien la situación, nos daremos cuenta de que imitar a Ortega no es defendible. Él no veía posible un juego político propio en aquella constelación histórica. Demasiado consciente de que el pueblo no estaba con la monarquía, y de que carecía de espíritu republicano, Ortega, crítico con unos y con otros, decidió callar. Carente de partido, de causa y de posibilidad de tenerla se condenó al silencio.

Así dejó de ser de los vencedores o de los vencidos. Quedó aislado mirando a todo el mundo por encima del hombro. Así demostró que escribía para tener seguidores, no para iluminar los problemas. Podría haber ofrecido, en todo caso, un testimonio de su experiencia, con la que mejorar la posibilidad de que el futuro comprendiera aquel instante tan decisivo de nuestra historia. Es fácil pensar que su posición era desesperada, pero incluso en la desesperación es preciso pensar.

Alguien que hizo del problema de la elite el centro de su teoría, debía vivir con amargura la perspectiva de no tener seguidores. Ese no es hoy el problema, ciertamente. Y tampoco estamos en aquella época feroz. Resulta clave una diferencia entre aquellas fatídicas fechas de Ortega y las nuestras. Hoy se alza ante nosotros una sociedad española demasiado plural como para no pensar a favor de la esperanza. No podemos simplificar el escenario político en un esquema dualista. No hay dos Españas. Nunca fue real esa simplificación. No podemos otorgar a los diferentes barrios de Salamanca de las grandes ciudades españolas el estatuto de punto de referencia de nuestra existencia política.

Unos miles de españoles, empeñados en erosionar nuestra democracia, no pueden vencernos. El Gobierno Sánchez no se justifica por ellos ni puede darle la centralidad para ganar una posición. No puede llegar a la conclusión de que una excitación ideológica alternativa fortalecerá su posición. Esto sería la derrota de nuestra democracia. El Gobierno tiene que hablar a una sociedad muy plural, que solo permanecerá reunida en su apoyo con las mejores razones, no con el señuelo de contener el fanatismo con otro inverso, hacia donde a veces se deslizan los portavoces de su socio principal. Sólo la garantía de que se luchará por mantener asociadas esas fuerzas plurales evitará la desesperación entre tantos estratos populares. Su desatención será la antesala de la derrota.

Se trata de una responsabilidad que afecta a todas las fuerzas que sostienen este Gobierno, que parecen olvidar que no hay escenario B cuando lo amenazan con retirarle su apoyo. Sin una clave política española positiva, toda la ciudadanía que representan saldrá perdiendo. Quizá sea necesario pactar con Bildu más veces, pero esto no puede significar que el Gobierno se indisponga con el PNV ni con muchos españoles que desean dejar atrás la época de ETA. Para ello sería necesario el reconocimiento expreso de que intentar destruir un Estado democrático por la violencia fue un gran error, que sembró por doquier un sufrimiento estéril. No será posible avanzar si esa parte consciente y reflexiva de la sociedad española percibe que esos pactos con Bildu o con ERC incluyen la aspiración a desestabilizar el Estado de alguna otra manera. Ningún elector razonable puede consentir una deslealtad más en este sentido. Pero ningún factor de esa pluralidad social que hay que mantener reunida consentirá que esos pactos no vayan acompañados de un cambio de agenda política. No habrá pacto posible si no implica compartir el poder del Estado de modo que no aumente el monopolio de las elites centrales.

Lo mismo podría decirse de las fuerzas catalanas. Tienen que elegir entre asociarse a la parte más consciente del Estado o abrir la puerta a la más regresiva. Si creen que entonces vendrá alguien en su ayuda por estar sometidos a la barbarie, que recuerden la que reciben los demócratas húngaros o polacos. No se puede interpretar la situación del actual C's como un obstáculo para avanzar hacia esa voluntad de defender la sociedad plural. Hoy nada decisivo pasa por C's. Su evolución procede de la decisión de que el electorado que le queda se irá al PSOE para reforzar el ala derechista del partido. Fracturar y abandonar esa parte de la sociedad, hoy todavía mayoritaria, no nos llevará a otro sitio que a la derrota común. El mayor concernido es el Gobierno, que es consciente no tanto de su debilidad, sino de la base compleja de apoyos sobre los que se levanta.

Hasta la fecha, el Gobierno se muestra incapaz de poner en marcha un liderazgo claro sobre todos esos sectores, porque su base partidista, el PSOE, no tiene recursos intelectuales ni políticos para generar un proyecto claro y porque la debilidad orgánica de Podemos no le ofrece una base estable de apoyo. Lo que ha sucedido con Vistalegre III es significativo, tanto como la voluntad de generar un medio de comunicación propio, que aumentará todavía más su auto-referencialidad y su cierre político. Pero España avanza incontenible hacia un esquema político complejo, como se ha visto con la variable autonómica en la pandemia, y ese tipo de escenario requiere cambiar las reglas de actuación y de comunicación política, ámbito en el que el Gobierno no cesa de cometer errores. Por ahora no ha logrado convencernos de que conoce la diferencia entre trampear y gobernar.

Un gobierno apoyado por esa España plural es mucho más difícil que un gobierno apoyado por el PP. Ahí ha tenido España su talón de Aquiles milenario, en su incapacidad de mantener unidos intereses plurales. Mientras no se consiga eso, no se habrá conseguido nada. Cuatro años con esta capacidad de cometer errores, desde Universidades a Interior, desde Economía a Educación y a Cultura, no son viables. Es preciso reaccionar pronto porque esta oportunidad no se volverá a repetir.