Son muchos ya los años trabajando en torno a la Educación y a la Cooperación al Desarrollo. Tratando de sensibilizar sobre temas como la pobreza infantil, el acceso a la educación o los conflictos en el mundo. Pero, por muy comprometido que se esté, uno no puede evitar un cierto sentimiento de culpabilidad por hablar de situaciones que tú, afortunadamente, nunca has vivido. Con las que tratas de empatizar, pero siempre desde la distancia, desde la tranquilidad que te da el saber que al final del día cierras el ordenador y vuelves a tu vida, donde todo sigue estando en su lugar. Pensando "no sé qué haría yo en esa situación, no me quiero ni imaginar que eso pudiera sucederle a mis hijos".

Hasta ahora.

Cuando de repente nuestro mundo se pone patas arriba. Los temas de los que hablas en tus notas de prensa son los mismos que vives en tu casa: son tus hijos los que no pueden ir a la escuela. Es tu padre el que está enfermo, tu amiga la enfermera la que no tiene mascarilla. Eres tú el que, de repente, le das un beso de buenas noches a tus peques sin saber cómo narices protegerles de esto. Así que, ¡era así como uno se sentía! Pues, parece ser.

Probablemente se parezca, pero sin duda no del todo. Porque uno tiene la suerte de no ver peligrar su trabajo. Unos hijos que reciben tareas por internet cada mañana. Una nevera que sigue llena. Una casa confortable en la que aguantaremos el tiempo que haga falta. Puedo darme el lujo de pensar que las medidas de protección (el lavado de manos, la distancia física) me saben a poco, en lugar de vivir angustiado pensando de dónde voy a sacar agua limpia y un trozo de jabón. Tengo un seguro médico que cubre los gastos si caemos enfermos, y vivo en una ciudad donde ya se instalaron hospitales de campaña para poder atender a todo el que lo necesite.

Todos hemos dicho eso de "el virus no discrimina", y es verdad. Pero la pobreza y la injusticia sí lo hacen. Millones de niños y familias en el mundo afrontan esta amenaza en una situación de pobreza y vulnerabilidad que les expone a riesgos mucho mayores que los que afrontamos la mayoría de nosotros. Porque viven en países con sistemas de salud extremadamente débiles. Me cuenta un amigo desde Mozambique que allí tienen solo 40 plazas en cuidados intensivos para sus casi 30 millones de habitantes, que viven hacinados en campos de refugiados o desplazados, o incluso en centros de detención para inmigrantes, o simplemente en los mil y un barrios marginales de Nairobi, Buenos Aires o Rio de Janeiro. Sin necesidad de ir tan lejos, no podemos olvidarnos tampoco de las familias que, en esta Europa del siglo XXI, afrontan esta crisis sumidos en una profunda vulnerabilidad. Siempre la solución debe pasar por el refuerzo de las estructuras públicas, el Estado. Porque también hay niños que dependían del comedor escolar para tener una buena alimentación diaria. Padres que ven su trabajo amenazado. Los que ni siquiera lo tenían€

No se trata de consolarnos con la desgracia ajena. Se trata de ser conscientes de que, con lo difícil que es nuestra situación -y los centenares de muertos que llevamos ya a las espaldas-, probablemente estemos viendo solo un atisbo de un drama mucho mayor cuando la curva se eleve en los países más pobres del planeta.

Si se espera a que la comunidad internacional y los organismos multilaterales faciliten un rescate de los países ricos a los países más necesitados, la realidad apunta en la dirección contraria. Cada país está dedicado en asistir a su población que no hay tiempo, ni voluntad, para organizar un plan como el que se implementó en Europa después de la 2ª Guerra Mundial. Aunque tampoco funcionaría, aseguran los críticos, ya que el mundo actual es diferente al de la posguerra.

La atención hacia todos aquellos que, mucho más cerca de nosotros, afrontan algo mucho más serio que la incomodidad de un encierro temporal. Y el desarrollo sostenible que impulsen las sociedades avanzadas, debe contar con ellos.